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Recapitulación de Twin Peaks: Parte 3

LOS ROSTROS DE COOPER

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

ATENCIÓN: SPOILERS

Si la carta de presentación de Lynch en los dos primeros episodios se caracterizó por desconcertar, el tercero apuesta por una radicalidad que parece no tener retorno. El rostro de Laura en la foto apenas se asoma para quedar perdido en la niebla, una apertura donde las imágenes mantienen el espíritu descendente de la serie en los noventa mientras suena el tema principal de Badalamenti. La brevedad tal vez obedezca al imperativo de obviar cualquier rango nostálgico. Por ello, de la delicadeza de esa música pasamos a un infierno sonoro de ruidos que acompañan la supuesta caída de Cooper luego de haberse mantenido veinticinco años en el limbo de la habitación roja.

Lynch elige una vez más como fondo un cielo estrellado. Un aspecto crucial para que se produzcan estas variantes son los pasadizos que conectan lo real con lo imaginario. Generalmente aparecen mostrados a partir de efectos visuales o sonoros que funcionan como vasos comunicantes y en esta densa y alucinante secuencia se luce a sus anchas. Además, lo onírico también será parte de ese imaginario. En Eraserhead, Henry tenía un sueño en el que el radiador de la calefacción central de su habitación se iluminaba y mostraba un teatro en miniatura cuyo artista era una pequeña mujercita de mejillas extrañamente hinchadas; aquí Cooper aterriza (en un segmento surrealista) a un lugar cuya fachada remite a esos momentos originarios de su filmografía (en este caso similar a la estética de pintores como Chirico). El otrora simpático agente se ve envuelto en un extraño aposento en el que se encuentra con una mujer sin ojos y que intenta comunicarle algo mientras suenan golpes contra una puerta. Cooper se acerca hacia un lugar que se conecta con la máquina que vimos en el piloto, pero no sabemos bien qué pasa y tampoco hay necesidad de decodificar, ya que la lógica de la escena se basa en reproducir en pantalla un sentido pictórico con total libertad y en hacer explotar sonidos que atraviesan de lado a lado lo que vemos. Muy al estilo de Inland Empire, las imágenes transcurren a una velocidad diferente, como si estuvieran representando el transcurrir temporal de un disco de pasta (recordar las primeras señales de ese film). Al respecto, el mismo realizador dijo alguna vez “siempre hay que estar a la escucha de lo que pasa en la vida de todos los días”. Y a las ideas no hay por qué verbalizarlas, lo que hace falta es traducirlas al lenguaje cinematográfico, pues tienen una potencia intrínseca y vienen en cualquier momento, “son los sueños que tienes despierto los que son importantes, los que llegan cuando estoy tranquilamente sentado”. De ahí procede una concepción del autor de cine como una especie de tamiz, abierto y disponible para las ideas que la serie (deudora de una naturaleza cinética en un ciento por ciento) ofrece. “Un director de cine opera de la misma manera que un filtro: todo pasa a través tuyo y todo toma forma gracias a ti”. Y en este proceso creativo, es preferible no caer en interpretaciones necesariamente psicoanalíticas: “Es mejor no saber lo que significan ciertas cosas, o cómo deberían ser interpretadas. El temor nos impediría que continuasen sucediendo. La psicología destruye el misterio, su cualidad mágica”. El cine es para David Lynch una puerta abierta al misterio al inconsciente y, por su mismo carácter alucinatorio, es capaz de expresarlo.

Y si metáforas, alegorías, alusiones y referencias de todo tipo son parte esencial de la escritura fílmica de Lynch, esta práctica la lleva al paroxismo en esta tercera temporada donde comienzan a surgir indicios que son posibles llaves a puertas que no sabremos si abrirán alguna vez. Un ejemplo es la enorme cabeza (otra vez Eraserhead) del director de escuela acusado de doble homicidio nadando por la superficie de estrellas y sus palabras “Rosa azul”. El resto es una conjunción de cabos sueltos, visuales y sonoros, que concluyen con un travelling hacia la boca de la máquina y el paso a una ruta bajo un día soleado. Del infierno a la tierra, sin que nunca tengamos en claro cuál es cuál. Un auto es conducido por la versión doppelgänger de Cooper, con su apariencia de Bob (personaje que interpretaba el fallecido Frank Silva). Lynch alterna los espacios y las dos versiones del personaje, uno que intenta salir y otro que se niega a volver. Mientras poderosas náuseas afectan al malo, el bueno escucha frases sueltas de una mujer vestida de rojo que le anuncia que “ya va a estar ahí”. Entonces, una especie de descarga eléctrica eyectada por la máquina sacude a Cooper y se lo traga. Los dos cuerpos son alterados y cada uno lo sufre a su modo. Un inevitable vómito saldrá sin pudor del Cooper malo. Esta situación no apta para estómagos sensibles no hace más que confirmar el extravagante ideal de belleza de Lynch (en un documental sobre su figura se lo escucha decir cómo le atrae la descomposición de la carne, de los quesos, y cómo los integra a sus pinturas). Las texturas adquieren un significado muy especial: representan al conjunto de aportaciones plásticas y sonoras que se dirigen a nuestros sentidos, más que a nuestra mente. No aportan nada esencial a la trama, pero crean una atmósfera, acompañadas de la banda sonora. El terciopelo, el plástico, la madera, los vómitos, el humo y la rugosa superficie de una piel enferma son ejemplos recurrentes. También el peinado de Henry en Eraserhead, la chaqueta de Sailor en Wild at heart, la catarata y los bosques de Twin Peaks, las paredes del apartamento de Lost Highway, la alfombra de El camino de los sueños o las cortinas de Inland Empire. Todas ellas construyen en nuestro inconsciente un clima sensorial.

Si estos primeros veinte minutos se proponen como una bomba de fragmentación narrativa acompañada por una pared de efectos sonoros, el desconcierto aumenta cuando aparece una versión más de Cooper (o al menos con su rostro). Se trata de un texano llamado Dougie que acaba de tener relaciones con una hermosa morena. El tipo tiene ese perfil de la “América profunda” tan cara al director, que transita lo bizarro como rasgo principal (ver el saco que lleva). Un profundo malestar del personaje se suma al del otro, pero será la vía de acceso posible para que el Cooper bueno regrese al mundo por un toma corriente (¡!). Una alternancia de planos comunica el malestar de ambos personajes, el del departamento y el del auto. Este último se tapa la boca y tal vez eso haya provocado que el cordero sacrificado para que retorne la criatura sea el tal Dougie, quien finalmente es reemplazado por un Cooper vestido de traje y va a parar a la habitación roja. Allí, confundido, se enfrenta al manco y ciertos objetos como un gran anillo verde simulan dejar alguna señal perdida en el espacio de la vana interpretación. Claro está, todo permanece en el terreno de las conjeturas, pero sospecho que Lynch recurrirá a la parodia del héroe contra el villano: los modelos de héroes que propone en Wild at heart con Sailor y Lula funcionan como una parodia de los estereotipos de actuaciones americanas en infinidad de películas de género. Lula es una mujer-niña; Sailor tiene el pelo teñido a lo Elvis, chaqueta como Marlon Brando y ambos son deudores de Bonnie & Clyde. Por otro lado, el villano, Bobby Peru es una especie de ángel negro de Clark Gable. La ilusa pareja muestra una vinculación clase con la cultura popular. Las canciones y referencias son antídotos para escapar a una realidad. También  Frank Booth rugiendo en la casa por la noche es parecido al Robert Mitchum de La noche del cazador, y el voyeurismo de Jeffrey es deudor de La ventana indiscreta (la gran película acústica de los años cincuenta en una época donde el sonido se limitaba a los diálogos a los acompañamientos musicales); también el hombre de la cafetería de El camino de los sueños va hacia el fondo del callejón como Stewart en El hombre que sabía demasiado).

La segunda parte del episodio mantiene la confusión pero la traslada al propio Cooper, desorientado, como si hubiera perdido la capacidad del lenguaje en la nebulosa temporal en la que se mantuvo. Conducido por la morena en su auto, mira y repite palabras. Cuando saca la llave del bolsillo y vemos que es la de su habitación en el Gran Hotel del Norte de Twin Peaks (que le quedara de entonces), advertimos el primer eslabón de una extensa secuencia donde la comedia solapada y sardónica domina el terreno. En efecto, esta díscola versión de Cooper es depositada en un casino y se produce allí un extenso gag a través del cual lo vemos ganar reiteradamente en las máquinas tragamonedas a partir de una icónica y diminuta versión de la habitación roja que lo guía y al grito previo de “Hola” (hay que decir que en el medio Lynch inserta dos breves momentos con personajes ya conocidos en la oficina del sheriff, ahora conducida por su primo y por Hawk, y un insert del Doctor Jacoby quien tiene la extraña manía de pintar y colgar palas en perfecta simetría). Se trata de un homenaje más al género (ya Andy lo hacía con su estampa a lo Stan Laurel) en el que vemos al engominado detective caminar cual ciego, con un rostro imperturbable (Buster Keaton). Lynch extiende la duración y por supuesto enrarece inmediatamente el efecto cómico.

El tramo final nos conduce a las oficinas del FBI en Filadelfia donde dos entrañables personajes retornan a escena: Gordon Cole y Albert (un Mel Ferrer visiblemente deteriorado, otra expresión del paso del tiempo, pero con una enfermedad que provocaría su muerte pocos meses más tarde). Allí reciben noticias de que Cooper ha sido arrestado (el doppelganger), hecho que los conmociona y al cual van a enfrentarse. Corte. El cierre del episodio (que parece será una constante) da lugar a otra banda (estilo Elvis pasada por la licuadora de Chris Isaak) tocando en el Bang Bang Bar mientras los créditos desfilan por pantalla. El corte para volver a la realidad es tan abrupto como el montaje muchas veces empleado por el director. Silencio. No hay banda.

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