SUEÑOS Y PESADILLAS
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
El reestreno de El mago de Oz nos permite volver a darnos cuenta de que, en cierta forma, en su momento funcionó como El ciudadano, pero para el cine infantil y fantástico. Es decir, como un film cuasi enciclopédico, que comprimió en su relato, de forma sistemática, códigos e imaginarios previos mientras a la vez anticipaba otros que se terminarían de consolidar en las décadas posteriores. Por eso en buena medida se convirtió en un clásico ineludible, en una película que funciona como eco de su pasado, presente y futuro.
A pesar de algunas imperfecciones -hacia la mitad hay puntuales repeticiones y lagunas narrativas, que le quitan algo de ritmo-, en El mago de Oz está todo lo que necesitaba el cine infantil para seguir un camino propio y terminar de definirse como género con peso específico. Desde el viaje como vehículo para la construcción identitaria, hasta la amistad como impulso dramático, pasando por la dicotomía entre el bien y el mal, y el aprendizaje como motor del crecimiento. Todo estaba ahí, en un film que aprovechaba al máximo el color como herramienta expresiva, no solo para las superficies del mundo de Oz, con su paleta casi infinita, sino también para el contraste con la realidad de Kansas: ahí está la magnífica secuencia del ingreso al universo paralelo como prueba de ello.
Claro que la película de Victor Fleming (y en la que también intervinieron, en diferentes etapas, King Vidor, George Cukor y Richard Thorpe) es un estudio de caso de cómo trabajar la dualidad y a partir de ahí la ambigüedad. En El mago de Oz hay un diálogo permanente entre lo fantástico y lo real, lo oscuro y lo luminoso, lo positivo y lo negativo, lo verdadero y lo falso, lo interior y lo superficial, lo heterogéneo y lo homogéneo. Pero el film no lo hace en términos absolutos, sino que se apoya en claroscuros y primeras impresiones a las que progresivamente va reconfigurando. En esto es ejemplar todo lo que sucede con ese personaje enigmático que es el propio mago de Oz, que al comienzo es una figura difusa, un horizonte al cual perseguir, para luego revelarse -en un giro notable- como una encarnación del más puro artificio, sin perder por eso la capacidad de fascinar. O el mismo arco dramático de Doroty, que arranca ansiando la aventura -el momento donde Judy Garland canta Over the rainbow se sostiene hoy como una pequeña cumbre del cine clásico-, para terminar convencida, luego de un largo sueño (¿lo es?), de que “no hay lugar como el hogar”, en un final ciertamente conmovedor.
Da para pensar cómo pudo haber sido leída El mago de Oz en el momento de su estreno, teniendo en cuenta que era un momento de quiebre histórico. En 1939, la Segunda Guerra Mundial recién arrancaba y buena parte de Occidente -especialmente Estados Unidos- no tenía claro todavía si los movimientos totalitarios encabezados por individuos como Hitler, Mussolini, Stalin y Franco eran algo soñado o pesadillesco. Justo en ese momento aparecía una película que nos interrogaba sobre nuestras percepciones y las diferencias y encuentros entre lo onírico y lo real, entre lo espectacular y lo farsesco. Quizás sin saberlo, El mago de Oz ya preparaba a sus espectadores para que vieran más allá del arcoíris y aprendieran a distinguir entre los grises y los absolutos, entre lo maravilloso y el horror.
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