
Título original: Dangerous Animals // Origen: Australia / EE.UU. / Canadá // Dirección: Sean Byrne // Guión: Nick Lepard // Intérpretes: Hassie Harrison, Jai Courtney, Josh Heuston, Ella Newton, Liam Greinke, Rob Carlton, Ali Basoka, Michael Goldman, Carla Haynes, Dylan Eastland, Jon Quested // Fotografía: Shelley Farthing-Dawe // Montaje: Kasra Rassoulzadegan // Música: Michael Yezerski // Duración: 98 minutos // Año: 2025 //
6 puntos
SURF, SANGRE Y ROCK AND ROLL
Por Guillermo Colantonio
Hay una serie de tópicos reciclados por el cine a lo largo de su historia cuya lógica se acomoda siempre a un contexto determinado. En este sentido, Animales peligrosos, la película de Sean Byrne, retoma la vieja escuela del suspenso y del terror para contarnos de qué modo la vida de personas ordinarias se ve alterada por circunstancias extraordinarias. Parte, además, de dos pilares genéricos: los tiburones y la figura del asesino serial.
En un paraíso idílico para surfear, una pareja se ha quedado dormida y no logra sumarse a una excursión programada. Por ello eligen incursionar por cuenta propia en la aventura de bucear -jaula mediante- para ver tiburones. Quien los persuade y los guía es Bruce Tucker (Jai Courtney), un sádico asesino que secuestra chicas y las ofrece luego como carnada a las criaturas marinas, en una especie de ritual donde filma todo y se lo hace ver a otra víctima. Desde la primera secuencia advertimos su modus operandi, y también el diálogo que Byrne establece con los clásicos del género, al estilo de El fotógrafo del pánico (Michael Powell, 1960), aunque desde un lugar más lúdico y buscando cierta empatía con el psicópata. De modo similar al Patrick Bateman de Psicópata americano (Mary Harron, 2000), a Tucker le gusta contar historias sobre tiburones y bailar al ritmo del rock mientras somete a sus presas.
Allí va a parar Zephyr (Hassie Harrison), una blonda estadounidense que recorre el mundo tratando de evitar sus problemas familiares. Es, por supuesto, una amante del mar y del surf. Conoce azarosamente a Moses (Josh Heuston) y parecen tener el polvo de sus vidas, a tal punto que el joven, prendido, tratará más tarde de convertirse en el héroe de esta historia. La chica quiere ver el amanecer, sacar la tabla, pero es interceptada por Tucker, quien la secuestra, y allí comienza el desarrollo de una trama harto vista: la interminable historia del gato y el ratón.
Byrne trabaja una estética de contraposiciones. Para los espacios cerrados y para acentuar la sensación de claustrofobia, predominan los tonos verdes y marrones, que remiten cromáticamente a antecedentes como Hostel (Eli Roth, 2006), sobre todo a las salas de tortura. Por el contrario, los colores vívidos permiten apreciar las bondades de un cielo despejado y del sol, esa especie de calma antes de la tormenta, como en Tiburón (Steven Spielberg, 1975).
Los mejores momentos de la película son aquellos en los que se percibe la voluntad de confiar en sus propios materiales, para crear una mezcla de terror y humor que retuerce el verosímil hasta el límite, exagerando situaciones al borde del ridículo. En eso radica su eficacia y el modo en que logra mantener la atención durante un rato. El problema surge cuando pretende volverse autoconsciente, pero sin animarse a transgredir los límites que la buena conciencia -ecológica, por ejemplo- impone. Entonces, los animales peligrosos no son los del título: funcionan apenas como excusa para desenterrar la propia oscuridad humana, un aspecto que parecen compartir protagonista y antagonista, como si fueran las dos caras de una misma moneda. En este contexto, la otra reivindicación recae, obviamente, en la heroína: la que resiste, se rebela y enfrenta los embates de un hombre demente.
En definitiva, Animales peligrosos funciona mejor cuando se entrega al exceso, cuando deja que la violencia y el humor negro convivan en un mismo plano sin preocuparse por justificar su sinsentido. Byrne parece entender que el terror contemporáneo necesita reírse de sí mismo para seguir respirando, pero también tropieza cuando intenta moralizar o explicar lo que debería permanecer en la penumbra. Su película, entonces, se mueve entre el homenaje y la parodia, entre la fascinación por el mal y la necesidad de redención. Y aunque no logre siempre mantener el equilibrio, hay algo vital en esa tensión: el recordatorio de que, a veces, el verdadero peligro no está en el agua, sino en la mirada que observa.
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