
DE PROFESIONES Y EMOCIONES
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Es difícil que un director ya puede plasmar todas sus huellas autorales y explotar a fondo su manejo de las herramientas cinematográficas ya en su ópera prima. Vivir del azar, el primer film de Paul Thomas Anderson, no es la excepción: estamos lejos todavía ante la monumentalidad formal y argumental de Petróleo sangriento; el despliegue lunático de Embriagado de amor o Licorice Pizza; las alegorías religiosas de The Master y políticas de la recién estrenada Una batalla tras otra; o la madurez y sutileza de El hilo fantasma. Ni siquiera ante las ambiciones estéticas y narrativas de Boogie Nights y Magnolia, sus dos siguientes films. Pero sí estamos ante un policial que muestra a un realizador ya capaz de diferenciarse de la media del cine independiente norteamericano de los noventa, y encima sutilmente, con pequeños gestos que dejaban en claro que tenía distintiva e ideas visuales potentes.
Ya los primeros minutos evidencian esto, con un plano inicial donde vemos a John (John C. Reilly) de frente, sentado en el piso contra una pared y a Sidney (Philip Baker Hall), en cambio, de espaldas, viéndose solo la mitad de su cuerpo, mientras entablan un diálogo donde el segundo invita al primero a tomar un café. A continuación, una conversación entre ambos en la cual Anderson recurre al típico plano-contraplano del Modelo de Representación Institucional, pero extendiendo esa mecánica más allá de lo usual y culminando con un plano conjunto que representa un proceso por el cual ambos personajes están parado un poco en veredas opuestas, casi desconfiando uno del otro, no terminando de (re) conocerse mutuamente, hasta que encuentran un punto de acuerdo, de encuentro común. Ahí es donde empieza esta historia donde el jugador profesional que es Sidney le enseña a ese joven inexperto y a la deriva que es John los trucos del oficio, en una unión que la puesta en escena de Anderson hará parecer totalmente natural, por más que las circunstancias estén forzadas.
Es que al fin y al cabo es donde también inicia ese interés de Anderson por los relatos configurados por vínculos duales, donde un individuo se complementa y hasta construye identidad con el otro. Más que la trama policial, que aparece un poco repentinamente en la segunda mitad del relato, lo que le interesa al realizador en Vivir del azar es indagar en ese lazo entre Sidney y John, que tiene mucho de maestro-alumno, pero especialmente de padre-hijo. Por eso también es que son claramente de reparto los personajes de Clementine (Gwyneth Paltrow), una camarera y prostituta a la que también Sydney un poco adopta y de la cual John se enamora; y Jimmy (Samuel L. Jackson), una especie de “jefe de seguridad” de un casino que se maneja de forma bastante turbia. Lo cual no quita que tengan importancia, porque ambos reflejan dos caras de Sidney, o más bien dos momentos, dos tiempos de su vida personal y profesional: Clementine despierta ese lado paterno y protector que también exhibe con John, mientras que Jimmy trae a la luz un pasado de acciones imperdonables que quiere olvidar.
Podrá decirse que la resolución del conflicto desatado entre Sidney y Jimmy es un tanto apresurada y hasta algo forzada, pero eso no quita que Anderson ya demuestra aquí que sabe zambullirse en submundos particulares, a los que retrata con un par de pinceladas formales de llamativa sabiduría. Hay, por ejemplo, un plano secuencia que sigue a Sidney por un casino y que, lejos de la arbitrariedad, le sirven para configurar un espacio con reglas particulares, pero también a un personaje que sabe perfectamente cómo moverse dentro de esos límites. Y hay, también, un poco escondida, insinuándose, parte de esa sana locura a la que el realizador siempre consigue darle un tono verosímil, una lógica que captura y fascina al espectador. Sidney podrá tener modos profesionales y hasta distantes, pero no deja de ser alguien un poco loco, o capaz de cometer locuras, que lo llevan a decisiones casi inexplicables. O que se explican en el último diálogo que tiene con John, donde por teléfono le dice que lo quiera y logra -en gran medida gracias a la interpretación de un magnífico Baker Hall- sorprendernos y conmovernos. Anderson comenzaba aquí con su larga lista de emociones inesperadas.
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