LA ÉPICA DE CHARLIE
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Se cumplen cien años del estreno de La quimera del oro, de la que en estos días se lanza en cines una versión remasterizada y no está mal actualizar la pregunta sobre cuán vigente sigue el cine de Charles Chaplin, alguien que supo definir la comedia de su tiempo y la de épocas posteriores, aunque no necesariamente es bien recibido por todos los espectadores. De hecho, hay muchos -un poco me incluyo- que prefieren la comicidad de Buster Keaton, alguien que solo se concentraba en lo que podían decir los cuerpos, objetos, espacios y tiempos, y que no necesitaba decir algo sobre el estado de las cosas, como sí le pasaba a Chaplin. Ahora bien, hay que reconocerle a este último que, a diferencia de su “competidor”, consiguió hacer la transición del mudo al sonoro de forma mucho más fluida, y que lo que tenía para hacer puede sonar en la actualidad algo simple, aunque quizás esa simplicidad no deja de ser virtud, a la luz de una comedia contemporánea donde la necesidad discursiva termina quitando toda posibilidad de humor. Barbie, por ejemplo, está lejísimo de ser una película chaplinesca.
Lo cierto es que La quimera del oro representa un quiebre en la filmografía de Chaplin, quien en su momento explicó que la película era “exactamente lo que quería hacer. No tengo excusas. (…) Quería producir algo que conmoviera a la gente. (…) Quería que las audiencias lloraran y rieran”. En esa declaración están buena parte de las claves para entender el film: un relato planificado casi al detalle, sin condicionamientos externos, donde el realizador buscaba -y encontraba- la combinación perfecta entre el drama y la comedia, incluso entre lo trágico y lo hilarante. Para eso, esta vez el antagonista tenía componentes humanos (los rivales y competidores del protagonista), pero también naturales, en el sentido de que es el paisaje el mayor condicionante para el personaje encarnado por Chaplin. Y es también el factor principal por el cual la aventura adquiere connotaciones que la convierten en una épica.
Pero claro, esa épica, que tenía componentes melodramáticos y cercanos a la tragedia, no dejaba de ser una comedia, en la que Chaplin conseguía disolver o poner en crisis las diferencias de clase. Lo hacía a través de una mixtura entre el patetismo y la ternura, porque estábamos ante un autor que jamás se permitía subestimar o maltratar de forma gratuita a sus personajes. La quimera del oro hablaba entonces sobre la avaricia, la competencia feroz y ciertos extremos a los que llega el comportamiento humano cuando es puesto a prueba, pero el mensajismo no se imponía, sino que quedaba encapsulado, disfrazado en una sucesión de secuencias donde Chaplin se permitía toda clase de invenciones de puesta en escena. Si la película tenía un arranque cercano a lo literario, como un cuento infantil con sesgos didácticos, ese cuento adquiría rápidamente movimiento y dinamismo, un ritmo trepidante que llevaba al buscador de oro interpretado por el realizador de una peripecia a otra. La cima de esta apuesta es posiblemente la secuencia de la cabaña al borde del prodigio, que es un prodigio del encuadre para crear un espacio inestable, que sumerge al espectador en una experiencia casi surreal.
En La quimera del oro se percibía a un Chaplin ya maduro, totalmente consciente de las herramientas cinematográficas, capaz incluso de crear un lenguaje propio que serviría de referencia inevitable para la comedia del futuro. Sin necesidad de remarcaciones, como fue el caso de El gran dictador, ya empezaba a transformar a la comedia en un vehículo para hablar sobre el estado del mundo. Pero claro, sin resignarse a la oscuridad: por algo el final, explícita y deliberadamente feliz, que ratificaba que su épica era, precisamente, la de la felicidad.
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