
EL TRAUMA INFANTIL DE UNA GENERACIÓN
Por Mex Faliero
No creo que Flow genere muchos traumas infantiles a esta generación, sobre todo porque lo suyo no es la apelación a lo lacrimógeno sino un relato que avanza de aventura individual a grupal, donde la solidaridad resulta ser un valor indispensable sin desatender lo que hace único e irrepetible a cada personaje. Mientras miraba la maravillosa película letona, que procede con un grado de realismo increíble hasta que lo fantástico se apodera fuertemente del relato en un giro tan imprevisible como descolocador, no dejaba de pensar en Las aventuras de Chatrán, aquella polémica película japonesa de Masanori Hata en la que un gato y un perro entablan una amistad contra todos los escollos posibles y es narrada un poco a la manera que lo hace este film animado, aunque con una molesta voz en off que la emparienta más con La marcha de los pingüinos. Hablar de Las aventuras de Chatrán es hablar de un código generacional. Es una película que no existe más allá de un grupo espectadores que nacimos entre mediados de los setentas y comienzos de los ochentas, una infancia atravesada por un mismo trauma: las peripecias que ponían al pobre Chatrán al límite de perder la vida y el drama de la muerte, de lo finito, que se hacía carne tal vez por primera vez ante los ojos de un niño. El mundo de los animales podía no ser el divertido de los films de Disney, sino un universo salvaje regado de múltiples riesgos. Las aventuras de Chatrán fue un éxito en su país, donde recaudó 36 millones de dólares y fue la más vista en su año de estreno, además de proyectarse en el Festival de Cannes.
La impresión que dejó Las aventuras de Chatrán en una generación es tan fuerte, que tengo un experimento sociológico que nunca falla: cualquier persona que vio la película en su infancia no sólo recuerda haberla visto, sino que recuerda dónde la vio, algo que no pasa con todas las películas de la niñez. En mi caso, el viejo Ocean Rex de Mar del Plata, ubicado en la avenida Independencia entre Rivadavia y San Martín, donde actualmente hay un bingo. Creo haberla visto con mi tía y mi hermano una tarde de sábado, pero hasta ahí llegan mis recuerdos. Sí recuerdo con claridad la sala llena de niños, todos moqueando a más no poder con la aventura de este pobre gatito que se peleaba con un oso, que era arrastrado por la corriente de un río mientras iba tripulando una caja, que caía en un pozo y era rescatado por la sagacidad de su amigo perruno que le arrojaba una soga y tiraba de ella hasta sacarlo del pozo. Momento épico y de máxima escala de aplausos en la sala, y un alivio entre tanta tragedia.
En japonés la película se llama Koneko monogatari, que puede ser traducido algo así como La historia de un gatito, algo que se emparienta con el título en castellano que hace hincapié en la figura del felino, porque también tiene un título internacional en inglés que es The adventures of Milo and Otis, haciéndole justicia al perro compinche. Siempre me pregunté de dónde habría salido el nombre Chatrán, pero hay varios países en los que la película llegó con ese nombre. Salvo, como dijimos, Inglaterra y Estados Unidos, al menos, donde el gato se llamó Milo y el perro, Otis. Ni qué decir que por entonces muchos chicos apodaron a sus gatos Chatrán, un nombre que quedó un poco en el olvido y que funciona de la misma manera que funciona la película, como una contraseña genérica que al nombrarla todos sabemos de qué estamos hablando. Las aventuras de Chatrán, si bien se vincula con un fenómeno de esa época que eran las películas con animales (estaba la saga de Benji, por ejemplo), también se relaciona con el fenómeno de la distribución de cine de aquellos tiempos que podía hacer un éxito de una película como esta o incluso Los bicivoladores, un film australiano que es el segundo crédito en cine de una tal Nicole Kidman. Los bicivoladres también es una contraseña generacional, la película por la que cual todos queríamos tener una bici-cross, como decíamos en tiempos menos políglotas donde el término BMX no se nos había internalizado.
Claro que hay rasgos de Las aventuras de Chatrán en Flow, en la mencionada La marcha de los pingüinos o en muchos de esos documentales sobre naturaleza que intentan construir una ficción mientras registran el mundo animal. Pero el film de Hata era mucho menos ambicioso y más desfachatado, era un típico relato de amistad y aventuras utilizando a un grupo de animales, sin sesgo documental y con deliberado espíritu artificial. Y también, se dice: sin el más mínimo cuidado para proteger a los animales que eran usados en el rodaje. Claro que alrededor de Las aventuras de Chatrán se montó una especie de leyenda en la que se exageran todos sus rasgos, desde que se usaron algo más de veinte gatos a que fueron más de setenta, y hasta que un técnico le quebró la pata a un gato para que renguee en una escena. Lo que se sabe es que las organizaciones proteccionistas no controlaron el rodaje y que en algunas escenas es más que evidente que los pobres gatos eran puestos en riesgo deliberadamente y sin medidas de cuidado. Todo sea por el cine y por la ficción habrá pensado Hata, que fue zoólogo y trabajó como documentalista produciendo películas sobre la naturaleza. Pero, sobre todo, fue el creador de uno de los traumas infantiles de una generación. Puede estar orgulloso.
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