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Cigarros (1995)



LA CIGARRERÍA DE DON PAUL AUSTER

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Vi Cigarros en VHS, un 25 de octubre de 1997, algunos meses después de su estreno en cines. Caso raro el de la película de Wayne Wang, que llegó a las salas del país dos años después de su estreno en Estados Unidos, algo que por aquel entonces ya no era habitual: las películas llegaban con poca diferencia de su estreno internacional o directamente lo hacían el mismo fin de semana. Lo que era, sin dudas, un anticipo del cataclismo que se vendría en materia de distribución y exhibición cinematográfica: una película sin un público demasiado importante a la que las distribuidoras no le encontraban un lugar, pero la cartelera argentina todavía les daba albergue. Hoy directamente ni se preocuparían en estrenarla. Lo cierto es que la vi alentado por las excelentes críticas y, también, por la búsqueda de prestigio que todo adolescente tiene. Había que ver la película escrita por Paul Auster, sin que uno tuviera demasiada idea de quién era ese tal Paul Auster. Y ahora que el escritor murió, sin dudas que Cigarros vino a mi memoria.

Debo reconocer que en su momento Cigarros me gustó, pero no me maravilló. No era el tipo de película que me interesaba ver por entonces, para quien cine de autor era la neurosis y la apuesta formal y desaforada del Scorsese de Casino o el Tarantino de Perros de la calle. De hecho, qué le pasaba a Harvey Keitel, actor intensísimo y de método que lucía aquí con sobredosis de Rivotril y al que había visto pasado de rosca en Un maldito policía de Abel Ferrara. Cigarros era una película reposada, pensada para un espectador sin apuros, extemporánea para un fin de siglo que exigía ciertas definiciones sobre todo. No era una película definitiva, no intentaba capturar todo el cine en un plano, era un relato poblado de relatos, pero sin construcción metalingüística, sin soberbia intelectual, ni esnobismo cultural, tan sólo por el placer de contar historias. Allí estaba Auggie en su cigarrería de Brooklyn como el almacenero a la vuelta de casa, con una innegociable necesidad de charlar con todo el mundo. Cigarros en el original se llama Smoke, que tiene que ver con el acto de fumar y con el humo, algo que es mucho más preciso con su forma de suspenderse en el aire y permanecer en el tiempo. Hay algo etéreo en ella, aunque también nocivo, embriagador. Cigarros seduce desde su reposada amabilidad, hipnotiza con su acumulación de historias, con la sutileza de Wayne Wang para retratar ese universo.

Y no deja de ser curioso que, si bien Cigarros no ocupa un espacio demasiado relevante en mi Olimpo cinematográfico, hay escenas, momentos, que recuerdo a casi treinta años como no me ocurre con muchas películas, incluso algunas que me gustaron mucho más. Ahí está la relación de Auggie con la fotografía, ahí están las cómplices pitadas y miradas entre Auggie y Paul Benjamin, el escritor interpretado por William Hurt que funciona como alter ego del autor. Y sin dudas aquel inolvidable relato en blanco y negro musicalizado con Innocent when you dream de Tom Waits, una suerte de cuento navideño que fue el origen de Cigarros y que le da una tonalidad justa a la película. Ahí están suspendidas en el aire esas imágenes que dan cuenta de una película con la capacidad suficiente para hacer sistema en el tiempo, para ser memoria. Esa memoria hecha humo, suspendida en el aire entre charlas, recuerdos e imágenes inolvidables. El cine, que de eso se trataba y Paul Auster lo sabía.


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