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Sly

Título original: Ídem
Origen: EE.UU. 
Dirección: Thom Zimny
Guión: Aldin Sayar Sarie
Intérpretes: Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Quentin Tarantino, Frank Stallone, Talia Shire, Henry Winkler, John Herzfeld, Wesley Morris, Jennifer Flavin, Scarlet Rose Stallone, Sistine Rose Stallone, Sophia Rose Stallone, Sage Stallone
Fotografía: Justin Kane
Montaje: Annie Salsich, Thom Zimny
Música: Tyler Strickland
Duración: 95 minutos
Año: 2023
Plataforma: Netflix


8 puntos


LECCIONES DE VIDA DE UN HOMBRE DE CINE

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Ya hace rato que es innegable que Sylvester Stallone es una figura decisiva para entender buena parte del cine norteamericano de los últimos cincuenta años, para bien y para mal. Prácticamente creó -o al menos le dio la forma decisiva- el género deportivo con la saga de Rocky Balboa y fue una de las máximas estrellas del cine de acción entre los ochenta y noventa. También se repitió al extremo (en personajes y formas narrativas), hizo apuestas genéricas totalmente fallidas y hasta desperdició invenciones propias que tenían gran potencial, como la franquicia de Los indestructibles. Ha ascendido y caído a gran velocidad unas cuantas veces, con una carrera que reflejó su recorrido personal, pero también su diálogo con las diversas coyunturas que enfrentó, en ciclos de esfuerzo constante. Pero lo de Sly, documental disponible en Netflix, logra concretar un análisis sobre estos aspectos que introduce nuevos niveles reflexivos, revelando facetas casi desconocidas en su personaje central.

El film de Thom Zimny posee, en buena medida, todos los condimentos habituales de los documentales (auto) celebratorios, empezando por la presencia dominante de Stallone frente a una cámara que no solo le permite expresarse, sino que también lo sigue obsesivamente, mientras intercala testimonios de personalidades como Arnold Schwarzenegger, Quentin Tarantino, Talia Shire, Henry Winkler y John Herzfeld. Pero hay un par de diferencias sumamente relevantes, que lo distinguen y, progresivamente, lo convierten en un vehículo para pensar los lazos entre la ficción cinematográfica y la realidad. La primera es cómo decide enfocarse principalmente en Balboa, la creación más celebrada y exitosa de Stallone, y cómo ese personaje interactuó de forma constante con las vicisitudes profesionales y personales del artista que lo inventó. Esto se podía intuir previamente, pero al hacer un recorrido biográfico más detallado y narrado en primera persona, se puede percibir cómo Rocky es una especie de versión idealizada de Stallone, un vehículo para trasladar a la pantalla grande lo que pensaba de sí mismo, lo que podía y lo que debía ser.

La segunda diferencia importante la marca el propio Stallone, que se muestra ante nuestros ojos como un artista de enorme madurez, capaz de mirar para atrás y repensar su obra y el medio en el que se desempeña con notable agudeza y productiva autocrítica. Vale como ejemplo un momento donde Stallone escucha una grabación de sí mismo cuando era joven y recién estaba saltando a la fama con la primera entrega de Rocky, donde habla sobre la película y sus posibles significados. Impaciente, Stallone le dice al joven Stallone, casi le implora, “decilo, decilo, decí que es una historia de amor”, para terminar enojándose cuando esa descripción no aparece. Sly nos presenta (y sorprende) a un tipo que desde siempre fue un hombre de cine, que, además de actuar, dirige, actúa y produce, porque esa forma de involucramiento es la que le permite conectar con la experiencia del espectador. Y que desde ahí es capaz de pensar y reformular su propia biografía, incluso en términos shockeantes, como cuando admite sin vueltas que Rambo, ese guerrero que no puede superar su violencia interior, una versión ficcional de su progenitor, Frank Stallone, que posiblemente sea un gran candidato al título del Peor Padre del Mundo.

En apenas algo más de hora y media, Sly se convierte en un (auto) retrato para nada complaciente, pero sí humano y, finalmente, conmovedor, a partir de cómo piensa y utiliza el tiempo, que es el combustible esencial del cine. En esa operación metalingüística, Stallone se da el lujo de reivindicar las secuelas como eventos estéticos y narrativos más que económicos, porque permite profundizar en las historias, sus protagonistas y conflictos. Y, con su frase final, donde afirma rotundamente que está en el negocio de la esperanza, nos recuerda que el cine también puede (y debe) ser una herramienta para ilusionarnos, para creer que todo -incluido el triunfo de alguien que nadie espera- es posible.


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