EL DAÑO DE VER DEMASIADO
Por Guillermo Colantonio
En Meditaciones de cine, una caricia editorial de reciente aparición, Quentin Tarantino se ocupa en uno de sus capítulos con pasión crítica de Brian De Palma. La excusa es hablar sobre Sisters (1973), pero el alcance es mucho más largo. En un momento refiere lo siguiente: “Cuando el joven Brian descubrió a Hitchcock en la universidad y empezó a examinarlo en serio, inicialmente no fueron los temas de Hitchcock los que lo atrajeron (salvo el voyeurismo). Fue su técnica cinematográfica, así como su aplicación práctica de esta a sus guiones, lo que despertó el interés del joven De Palma”. No hay novedad alguna en la filiación, citada hasta el hartazgo en cualquier escrito que se nos cruce por el camino, pero sí en el modo en que Quentin enfatiza la obsesión de De Palma, algo que va más allá de la cantidad de veces que se ha destacado la relación con Hitchcock con palabras tales como plagio, canibalización, vampirismo, etcétera. Lo maravilloso del artículo es el desvío que logra en torno a la cuestión de la influencia y a cómo referirla.
Podemos hacer una extrapolación al cine de Dario Argento y ponerlo en el mismo camino que De Palma. En su extraordinaria autobiografía titulada Paura, el apellido Hitchcock aparece citado lógicamente varias veces. Los pasajes destinados a Terror en la ópera (1987), reestrenada esta semana, un hecho para celebrar con bombos y platillos, no son una excepción. Y cuando los lugares comunes de la crítica cayeron en la vía fácil de atribuir semejanzas supuestas con Los pájaros (1963) por ver varios cuervos revoloteando por el teatro, o se extraviaron una vez más en los absurdos argumentos del guión mal construido (un estigma que persiguió al giallo por décadas), el propio Argento revela sus propósitos. La película que miró una y cien veces fue El hombre que sabía demasiado (1956) y especialmente una secuencia para descubrir una siluetas de cartón que el maestro había puesto en medio de los espectadores. Es decir, revisando obsesivamente el segmento en la moviola, fotograma por fotograma, descubrió algo en la técnica de Hitchcock que destrabó un bloqueo en sus propias resoluciones. Como De Palma, Argento estudia metódicamente al mismo padre, pero con una intención orientada al precepto que guió toda su carrera: Construir la escena más terrorífica que se pueda ver (sobre todo eso, ver con los ojos bien abiertos), más repugnante, al límite de lo soportable, incluyendo al espectador, involucrándolo en una alquimia del terror tan potente como para no olvidarse jamás. Y Terror en la ópera parece concebida en función de ese momento que, obviamente, tiene que ver con la mirada, no apto para quienes se tapan el rostro en la sala. Argento retoma la horripilante escena de La naranja mecánica (1971), el famoso experimento Ludovico al que es sometido Alex y al cual nos somete Kubrick a medias, para replicarlo. La poco afortunada es Betty (Cristina Marsillach), la joven protagonista, quien es obligada a mirar los asesinatos atada, amordazada y con unas agujas aferradas a los párpados. Cerrar los ojos es sinónimo de muerte, o de dolor prolongado hasta la muerte, así que no le queda otra que mirar, como a nosotros (a menos que formemos parte del bando de los blanditos que se tapan la cara).
El marco de la historia le debe al teatro. O sería mejor decir a otra de las obsesiones de Argento: El modo en que una obra teatral abre las posibilidades dramáticas del cine. Ya en un proyecto anterior de puesta en escena de Hamlet habían surgido ideas extravagantes sobre potenciar la historia con elementos visuales escalofriantes. Una cosa llevó a la otra y Macbeth, la obra maldita de Shakespeare, surgió como faro para evocar la metafísica del mal e hibridarla con un argumento estelar del género y toques musicales que van desde Brian Eno a Verdi. Una soprano interpreta el papel de Lady Macbeth, pero pronto abandonará la obra justo en la víspera del estreno por un accidente. La joven reemplazante es Betty y entonces su pesadilla comienza. Como en la mayoría de las películas, los traumas familiares son el telón de fondo que se abre paulatinamente y las causas de los horrores inimaginables. Esta no es la excepción. Detrás de las visiones truculentas, de las pesadillas recurrentes, siempre hay una madre o un padre, quienes han perpetrado la primera gran escena terrorífica, aquella que permanece velada hasta que hayamos sufrido unos cuantos embates de sangre como para comprender el origen del verdadero mal. No por nada Argento cita entre sus frases favoritas una de Fassbinder: “La familia es la raíz de todo mal”. Y una vez más la figura clásica del asesino del giallo mostrará sus guantes, su saco negro y su sombrero para pasearnos (como a Betty) por una galería de masacres que, como suele ocurrir con Argento, es como ver cuadros en un museo (un poco más intenso que los habituales, eso sí, y más interactivos).
Terror en la ópera no fue de fácil exhibición. Varias partes se mutilaron en los lugares donde se distribuyó para que fuera sólo no apta para menores de 14 años, y durante décadas circularon copias con diversas duraciones. Más allá de eso, persiste la incomodidad original. No hay manera de evadir ese halo terrorífico, de agujas en los ojos, un eslabón más en una filmografía de momentos inolvidables, de espectáculos sublimes.
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