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Dos o tres cosas que yo sé de ella (1967)



LA CIVILIZACIÓN DEL CULO

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

Un plano, una película de Godard, siempre es una invitación a mirar en múltiples direcciones. En Dos o tres cosas que yo sé de ella un personaje puede citar frente a cámara a algún filósofo, pero circunscribir la imagen a un orden conceptual, atenta contra la riqueza de los otros elementos que componen el encuadre: la pegatina en una pared, los colores, la pose de una mujer fumando, los sonidos que atraviesan la pantalla, en definitiva, la materialidad del cine más allá del discurso. Por ende, mirar una película de Godard puede ser una fiesta, al menos que sólo se queden los invitados que anotan frases en libretas. Un objeto (pongamos un llavero con la imagen de una mujer desnuda) convoca a la reflexión de que en ese signo conviven tres formas de cultura, la del entretenimiento, la del consumo y la del culo. El problema de las lecturas reduccionistas sobre Godard se basa en menospreciar la civilización del culo o las veces que mandó al culo a la civilización. Así, el famoso comienzo de El desprecio (1963) con la Bardot de espaldas será para algunos un tratado sobre las posibilidades del montaje y para otros un hermoso culo mostrado por uno de los directores que mejor filmó a las mujeres.

Dos o tres cosas que yo sé de ella integra un corpus de películas abiertas hacia el abismo. Parte de un marco apenas reconocible donde el centro vuelve a ser una mujer que integra los roles de madre y prostituta, sin embargo, se abre todo el tiempo hacia aristas que incluyen la yuxtaposición de capas, como si estuviéramos ante afiches de colores pegados unos sobre otros en una pared. Esta libertad formal, estos brochazos cromáticos son contrapunto de otras imágenes de naturaleza documental donde París es reformada. La ciudad está en construcción, pero da la sensación de que se derrumba al igual que las políticas económicas liberales que aplica el gobierno. Lo maravilloso es que la única lógica es la del ritmo ensayístico cuyo efecto poético está dado por un montaje fundado en la libertad: nada se cierra, todo está abierto. Y todos, absolutamente todos, pueden ser portadores de la cita, sin jerarquías ni títulos, desde un niño a un obrero. Así es el mundo ideológico de Godard, una sociedad de múltiples voces, de comentarios verbales e icónicos, no exentos de humor.

Todos los incidentes obedecen más a un formato de viñetas filosóficas que a la voluntad por construir una historia. Como si de una observación fenomenológica se tratara, seguimos a Juliette, pero al mismo tiempo observamos seres y objetos, escuchamos subjetividades, buscamos leyes y principios que generen la ilusión de una organización social y cedemos ante la vida que nos proporciona el cine. Y la ilusión alcanza también a los métodos de interpretación. Son conocidas las disputas entre Godard y la actriz Marina Vlady. La tensión se manifiesta en un registro que no puede disimular las constantes interpelaciones del director al estilo de la encuesta y derrumbando la concepción burguesa del guion como planificación estricta. Parte de esa incomodidad acaso dé cuenta de que la devoción de Godard por filmar objetos ordinarios les confiere una presencia en pantalla más misteriosa que la de su actriz principal.

Pero, como sugiere el título de la película, los secretos son las cosas que sabe de ella, por eso la voz en off que susurra, que acompaña el inicio de Vlady en el balcón de un complejo de viviendas. Godard la presenta primero como la actriz -“Es Marina Vlady, es actriz”- y luego, con la segunda toma, como el personaje -“Es Juliette Janson, vive aquí”-. Lo que dice es que Juliette Janson y Marina Vlady son la misma persona vista desde ángulos diferentes, mientras Bertolt Brecht sobrevuela en algún comentario al paso.

Pero hay algo que la película enfatiza desde el discurso y es la visión crítica al cine americano como objeto de consumo. No se trata de esa especie de nihilismo que muchos godardistas creen ver, sino de una experiencia de sustitución irreversible: en la de una filiación pasional, amorosa, por una tendencia globalizante que anula formas de pensamiento y conexiones con el presente. Una publicidad contaminada de clisés americanos o una película de raigambre publicitaria son eslabones de una misma cadena de olvidos: Argelia, Vietnam, Hiroshima, Auschwitz. En este sentido, es la bisagra para una filmografía que irá cerrándose cada vez más a ese tipo de reflexiones, que adoptará un carácter programático y que perderá paulatinamente este sesgo de espontaneidad y humor corrosivo. Es el momento culminante de un proceso de descomposición y fragmentación, pero sobre todo, una hermosa película.


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