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Rojo profundo (1975)



INFANCIA Y MIEDOS

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

Uno de los acontecimientos cinematográficos de este año que se inicia es el reestreno de Rojo profundo (Profondo Rosso, 1975) de Dario Argento. La copia exhibida no difiere demasiado de algunas versiones ya digitalizadas que se conocieron con anterioridad, pero algunas correcciones y mejoras con el color permiten valorar con mayor ahínco la notable fotografía de Luigi Kuveiller. Además, el proceso estuvo supervisado por Luciano Tovoli, asiduo colaborador de Argento en varias de sus películas.

Toda la primera secuencia continúa siendo un prodigio y la evocación ya forma parte de la tradición oral cinéfila. Su duración confirma la maestría de la preparación traumática que precede a todo asesinato en el Giallo: una sucesión de imágenes y sonidos débiles alcanzan un crescendo dramático a medida que se van sumando elementos para configurar el universo del atroz crimen. La violencia puede resultar tan extenuante como atractiva la poesía visual. Quien quiera desatar ambos nudos, deberá resignarse a tantas películas iguales en el género. Argento materializa la experiencia de la pesadilla y parte de lugares cotidianos (¿quién no se ha cortado con un vidrio alguna vez?) para dilatarlos en lo que puedan tener de abominable y artístico al mismo tiempo. Y eso determina el carácter de pesadilla de la película: cada crimen está concebido a partir de amenazas familiares que se vuelven situaciones espantosas a los ojos humanos, una marca de fábrica autoral que alcanza aquí su punto más alto.

David Hemmings en el rol de Marcus Daly supone una continuidad en diálogo con Blow Up (Michelangelo Antonioni, 1966) , sobre todo en esta posibilidad de hombres que, ubicados en determinadas circunstancias, pueden convertirse obligadamente en detectives. Pero también en esa aguda reflexión sobre la percepción y sus equívocos. En el final de la película de Antonioni, la mirada del ojo y de la cámara concluye en un estado de incertidumbre. Esta misma sensación es retomada por Argento en Rojo profundo donde coloca a Hamings para que camine por las desoladas calles y sea testigo de un brutal asesinato filmado como una obra de arte. La víctima es Helga Ulmann, una médium que detecta la presencia de un asesino en el público que asiste a sus presentaciones. Cuando Marcus pasa por delante de su departamento, ella revela su cara contra el cristal de una ventana alta, desesperada, en ese marco de irrealidad con que pinta Argento los planos, pidiendo ayuda. Por detrás, alguien la golpea con un cuchillo de carnicero y ella atraviesa el cristal, que le corta la garganta. Marcus corre a socorrerla y llega demasiado tarde para salvarla. Al igual que el fotógrafo de Blow Up, cree haber visto algo que podría ser crucial para la investigación, pero la progresiva confusión de su memoria finalmente no sirve de nada dado que siempre habrá una distancia insalvable entre lo que vemos y lo que creemos ver. Entonces, cualquier encuadre asume rasgos fatales.

Pero si hay un aspecto fascinante es que, más allá de cualquier interpretación de cuño psicoanalítica, ocultista, sociológica, filosófica, feminista o criminal que pueda hacerse, la única autoridad es la Estética. El propio Argento nos tienta para que recurramos a un orden de lecturas académicas asociadas a traumas infantiles y asuntos freudianos, pero lo que importa es el cine. En el terreno de las imágenes puras, en los colores y en las pinturas como en los dibujos, se acentúa una voluntad por exacerbar manierismo, por valorar el artificio a favor del goce. Lo demás, es secundario. La música, incluso, es una poderosa herramienta para establecer ese campo de tensión entre la interpretación y el artificio. En el inicio, los acordes de Goblin golpean como martillazos la superficie negra de los créditos de apertura hasta que un grito interrumpe la continuidad de la canción. Entonces, vemos una sombra en una pared que apuñala a otra sombra repetidamente y las piernas de un niño. Es decir, el trauma infantil, eje central de la trama, se funde con el carácter tenebroso de la música de Goblin. Las dos puertas se abren paralelamente, la que invita a la decodificación psicoanalítica que nos devuelve a la infancia y la que nos entierra en el más puro goce sensorial. Y esa marca, la exageración de procedimientos que ya estaba en su trilogía inicial, es el signo diferencial de Rojo profundo porque, a fin de cuentas, su lenguaje hiperbolizado es el de las pesadillas. Cuando el miedo -la experiencia que ha regido toda su obra- ante el horror asoma, nada permanece estable y el cine de Argento inyecta brochazos de pintura con la intensidad de un Jackson Pollock.

Y como sucede en el lenguaje de los sueños, los lugares se tornan siniestros. De modo tal que las plazas y las calles adquieren rasgos alienígenas, del mismo modo que los negocios y los bares nocturnos son hijos de las fotografías de Edward Hopper. Han pasado más de cuarenta años y varias secuencias de la película provocan las mismas sensaciones de horror de entonces. El propio Argento supo que la memoria iba a ser larga cuando en su extraordinaria autobiografía titulada Paura escribió: “El celuloide capta la temperatura emocional como pocas cosas”. Como el protagonista de Esa cosa al final de la escalera de Ray Bradbury, que vuelve a enfrentarse con los fantasmas de un trauma, regresamos a Rojo profundo como si fuera un imán que interpela nuestra infancia y nuestros miedos en el cine.


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