Por Cristian Ariel Mangini
Entre las etiquetas que se extienden a varios medios la de “indie” o “independiente” es una de las más utilizadas y, por momentos, problemática. Tanto en el cine como en la música es un rótulo bastante común que abarca a determinadas libertades creativas, un medio de producción alternativo para la difusión, cierta audacia que se sale de la estética dominante del “mainstream”; todos rasgos que parecen certeros pero ocasionalmente la línea entre lo “mainstream” y lo “indie” se esfuma, poniendo en evidencia que quizás la etiqueta era innecesaria. En todo caso, los videojuegos “indies” forman parte de una determinada clasificación, sin que ello haga referencia a un género o subgénero.
Vamos primero a una definición: se considera un videojuego indie a aquel que es producido por estudios pequeños o apenas una sociedad de dos o tres desarrolladores, en contraposición a los videojuegos producidos a un nivel triple A por empresas como Ubi Soft o Nintendo, por arrojar algunos nombres. A pesar de contar con un presupuesto menos holgado esto garantiza una visión más “autoral” del videojuego, donde el desarrollador imprime su nombre, dando títulos tan personales como el Undertale, que tiene la marca de Toby Fox porque se ocupa del desarrollo, el diseño y la banda sonora. Otro ejemplo notable es el increíble Cuphead del 2017, que tiene una visión creativa arrolladora al tomar el estilo animado que dominó la década del ‘20 (llamada Rubber Hose), pero también el estilo de Disney en sus cortos animados y el surrealismo caótico de Fleischer Studios. A pesar de ser desarrollado por el pequeño estudio canadiense Studio MDHR, que en un comienzo eran apenas dos hermanos con colaboradores ocasionales, el boca en boca sobre su trabajado y original aspecto lo hizo un éxito estridente que lo ha llevado a ser adaptado a una tira de animación de Netflix.
Pero, a pesar de que se trata de una etapa donde hay un boom de juegos indies, no se trata de algo novedoso. Los videojuegos indies comenzaron a plantearse como una alternativa a mediados de los 80’s, cuando el dominio del mercado de gigantes como Activision o Sega y la crisis de la caída de Atari aún retumbaba y se buscaban caminos de producción alternativos. De esta etapa es importante mencionar un juego relevante como el Manic Miner de 1983, un plataformas clásico que fue diseñado por apenas una persona: Matthew Smith. Durante esta etapa la plataforma por excelencia del “indie” fueron los sistemas de computadoras como la Commodore 64 o la ZX Spectrum. Si bien el nombre de los sistemas cambió en los 90’s, las computadoras continuaron siendo el espacio donde dominaron los juegos bajo esta etiqueta, en parte gracias a la inclusión de los shareware con títulos que se distribuían por revistas especializadas o se adquirían a un precio módico para probar una pequeña parte del juego. Si el shareware tenía éxito el juego completo era aprobado inmediatamente, como sucedió con el Doom. Este formato permitió que el jugador se internase en juegos con escenarios atípicos, alguna vuelta de tuerca sobre un género tradicional, sin invertir una gran suma de dinero y apoyando a realizadores independientes que no tenían forma de llegar a un potencial público.
En la actualidad, y ya desde hace unos años, plataformas como Steam nos permiten aproximarnos a una cartera de juegos independientes que se ofertan como alternativas a juegos más conocidos. Por otro lado, sitios como Kongregate, considerado el “You Tube de los videojuegos”, cuentan con un abanico de realizadores que hacen sus primeros pasos con títulos experimentales que se pueden jugar desde el mismo sitio. El peso cada vez mayor de los juegos independientes en el mercado llevó a que las consolas adopten un modelo de estudios pequeños que son apadrinados por estudios más grandes, permitiendo mayor libertad creativa (Square Enix es un ejemplo con el juego I am Setsuna, desarrollado por Tokyo Rpg Factory).
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