Por Mex Faliero
Un poco tarde estamos cumpliendo con el recuerdo a la carrera del querido Bruce Willis, que hace algo más de un mes sacudió al mundo entero anunciando su despedida de la actuación a raíz de un problema severo en su salud. Fue un poco la coyuntura, que siempre nos ofrecía un tema nuevo y urgente del cual hablar en este columna, pero también una forma de conectar con la manera en que Willis se fue alejando del centro de la escena, con una carrera que en este siglo ofreció pocos pasajes recordables y que, aún peor, en la última década había entrado en una debacle lastimosa, protagonizando incontables bodrios y policiales mediocres. Esa luz que se fue apagando de a poco, y que de una forma algo injusta nunca fue considerada como debía. Porque tengo la impresión que no fue reconocido, más allá del éxito comercial y el acompañamiento del público, como lo merecía. En todo eso no deja de ser coherente con algo fundamental de Bruce Willis como actor: era un notable comediante, algo que había demostrado en la magnífica serie Luz de luna y que lo revalidó como héroe de acción imperfecto en la icónica y grandiosa Duro de matar. Y se sabe, los comediantes son reconocidos (y de forma un poco culposa) por el público, pero nunca por las academias. Si bien el éxito del actor se estira un poco antes y un poco después de los 90’s, es en esa década donde su figura estalla y logra un recorrido del que no sé cuántos actores y actrices pueden darse el lujo. Willis fue la estrella de una saga de acción popular enorme como Duro de matar, pero también de otro hitazo gigantesco como Armaggedon o de otro film del género como El último boy scout. En los 90’s, Willis protagonizó películas de Alan Rudolph (Pensamientos mortales, Desayuno de campeones), Brian De Palma (La hoguera de las vanidades), Robert Altman (Las reglas del juego), Terry Gilliam (12 monos), Robert Benton (Billy Bathgate, Las cosas de la vida), Rob Reiner (Regreso a casa, Nuestro amor), Walter Hill (Entre dos fuegos) y apadrinó los inicios de dos directores claves para la posteridad, Quentin Tarantino (Tiempos violentos) y M. Night Shyamalan (Sexto sentido); de este último se convertiría un poco en fetiche. Pero incluso con su estirpe de comediante brillante y -esto es clave- lunático, protagonizó dos comedias particularmente luminosas como La muerte le sienta bien de Robert Zemeckis y Hudson Hawk de Michael Lehmann, dos ejemplos también de la última década en la que Hollywood se animó a tomar algunos riesgos. El fracaso de ambas películas demostró, por otra parte, que el público estaba más acartonado de lo que Hollywood imaginaba. Willis, actor dúctil y de presencia reptil y sardónica, convocó el interés de directores masivos y de directores independientes, se probó en grandes producciones destinadas al público masivo y en films que suponían una apuesta personal. Cuando uno piensa en esa década, termina aceptando la forma en que Willis eligió despedirse: entre films berretas con el solo fin de juntar unos dólares para la despedida. En definitiva, el merecido descanso del guerrero. ¡Yippee Ki Yay!
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