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Amor sin barreras (1961)



CUENTO DE BARRIO

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Cuando en 1961 Amor sin barreras pasó de las tablas de Broadway a las pantallas de Hollywood no tenía el carácter nostálgico con que la remake de Steven Spielberg indudablemente se constituyó. Tampoco, como lo deja ver el escenario de guerra que monta Spielberg y el pesimismo y la oscuridad que enturbian la última media hora de su versión, se pensaba que no había escapatoria al entramado social que reflejaba. En todo caso se exponía un conflicto actual, una cita a Romeo y Julieta como una Babel contemporánea donde los diferentes no terminaban de encontrar puntos de conexión más allá de la violencia. Después de todo el pesimismo tenía un límite porque no se sabía bien a ciencia cierta a dónde llevaba esa instancia del mundo, aunque era un llamado de atención. Pero Amor sin barreras daba cuenta de otra instancia límite en la historia, relacionada con el cine norteamericano que allá por los 50’s y 60’s comenzaba a entrar en crisis. Ante la realidad -que a veces se confunde con verdad- que el cine europeo enrostraba en las pantallas de todo el mundo, los géneros tradicionales de Hollywood comenzaban a perder relevancia y a intentar una reinvención. El musical, por lo tanto, comenzaba a vivir su última década de gloria a puro manotazo de ahogado. Amor sin barreras, de Robert Wise y Jerome Robbins, fue el primero de muchos intentos.

El brillo y el artificio de muchos musicales clásicos empezaba a revelar su falsead. O al menos era lo que reclamaban las audiencias de aquellos tiempos, anticipando las revoluciones que se venían, lo que incluye una exigencia al arte para que abandone su costado más escapista. En 1957 este musical de Arthur Laurents y Jerome Robbins asaltó Broadway como una cachetada a tanto bailecito con sonrisas, champagne, bailarines de gala y estrellas inalcanzables. Lo que mostraba era la calle, lo urbano, la crisis de una sociedad rota y el fracaso del american way of life: pandillas callejeras, inmigrantes decididos a defender a las piñas la nueva tierra que habitan, pero también la imposibilidad de habitar ese suelo que precisa mano de obra barata aunque a cambio no da mucho. Eso exhibía Amor sin barreras y eso precisaba Hollywood para conciliar ambas necesidades: un cine de los conflictos del presente pero que no dejara de pensar en el gran público. Y lo logró: no solo el triunfo en los Oscar y la buena repercusión crítica, sino además el éxito de taquilla. Pero Amor sin barreras significó, además, otra cosa: el triunfo definitivo de Broadway, modificando el concepto de las películas musicales y apuntalando la construcción de un diseño que pone especial énfasis en lo teatral. Ahí se da una bella contradicción con la versión de Spielberg: mientras la de Wise es la avanzada del teatro sobre el cine, la remake replica aquella historia con las herramientas del cine clásico, es decir todo el musical anterior a Amor sin barreras.

Amor sin barreras es un cuento de barrio, de un momento preciso del mundo, de una porción muy pequeña de un país: los planos aéreos con que arranca el film demuestran esa intención por encontrar en lo ancho y lo largo de una geografía, el punto preciso del mapa que vamos a habitar por más de dos horas. Una vez ubicados en tiempo y espacio, Wise y el coreógrafo Robbins (que fue echado durante el rodaje porque, entre otras cosas, hacía demasiadas tomas de cada cuadro musical) nos sumergen en ese mundo de pandillas enfrentadas, de hijos de inmigrantes europeos y de latinos que se desprecian entre sí, pero fundamentalmente nos introducen en un mundo inusitado por entonces, un mundo de canciones enormes (las letras de Stephen Sondheim brillan en America o Gee, Officer Krupke! especialmente) y coreografías que toman por asalto las calles para gritar la verdad de un grupo de personajes que se resisten a perder su lugar en el mundo, por más que ese mundo haga cada vez más fuerza por expulsarlos. Y en medio de eso una historia de amor entre diferentes, la latina y el polaco, que intentarán vivir su amor aunque todo indique se dirigen a la tragedia.

Puede que la película de Wise no logre integrar del todo la historia romántica con el conflicto entre las pandillas: la primera luce demasiado lateral y los amantes están construidos un poco livianamente, como la quintaesencia del amor romántico pero sin profundidad. Y puede también que algunas actuaciones luzcan un poco acartonadas, con un dejo de la herencia del registro del cine clásico que se resiste a abandonar el cuerpo de Hollywood. Pero todo lo que pierde por ese lado lo gana por el impacto de las coreografías y del uso del color, algo que la convertiría en una película icónica, imitada, homenajeada y citada infinidad de veces. Esa explosión callejera que se grita a viva voz, con referencias al consumo de drogas y una mirada sobre la sexualidad sumamente provocadora para su tiempo. Tanto es así, que la versión cinematográfica tuvo que aligerarse un poco para evitar la censura del Código Hays que todavía gobernaba la meca del cine. Esa energía que respira Amor sin barreras en cada fotograma y que, a diferencia de la mayoría de las películas del género, la vuelven imperecedera y siempre actual.

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