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24 líneas por segundo: El ombligo, el último órgano viviente del cine

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Se podrá decir que la autoconciencia en el cine ya tiene varias décadas y que el concepto de repetición, de remake, se secuela se fortaleció ya en los 90’s como único lugar posible para el cine mainstream. Pero los recientes estrenos de Spider-Man: Sin camino a casa y Matrix: Resurrecciones parecen llevar ese concepto hacia una instancia superior, una en la que el cine finalmente logró tal nivel de abstracción que solo tiene vínculo consigo mismo y no hay vida más allá de sus fronteras. Ya no es autorreferencia a un sistema o a un código audiovisual, como pueden ser las películas sobre el cine dentro del cine, o las que toman al mundo del cine y sus habitantes, sino lisa y llanamente referencias constantes a su propia mitología, como si no hubiera allá afuera nada más importante que ellos mismos. En la de Marvel se acumulan los homenajes, las citas y las referencias a todas las películas del personaje y más allá de que funciona como gran entretenimiento, solo puede ser disfrutable en su totalidad por alguien que haya visto previamente unas diez películas. La de Lana Wachowski vuelve a su mundo virtual generado por máquinas en la que Matrix, las películas que vimos hace dos décadas, son en verdad un videojuego desarrollado por el personaje de Keanu Reeves. Entonces no solo se proyectan sobre el fondo aquellas imágenes, sino que además durante todo el film se insertan imágenes de la trilogía anterior como recordatorio, ayuda-memoria o simplemente como mensaje asfixiante de una Matrix, adentro de otra Matrix, adentro de otra Matrix. Y al final uno se pregunta si el mundo generado por la película no termina siendo más horrible que el que critica. Podríamos decir que este exceso de autocelebración y autorreferencia es una consecuencia de cómo Marvel terminó quedándose casi en exclusiva con el concepto de blockbuster cinematográfico. O, también, de cómo Disney salió de compras y se quedó con todo el cine mainstream: repetidamente en las películas de Marvel aparecen chicos jugando con objetos de Star Wars, un cruce de franquicias solo posible porque la marca registrada es todas las marcas registradas. Que estas dos películas hayan sido dos de los blockbusters más esperados este año no es solo una casualidad, sino la demostración de un gesto generacional. Es que parece haber una explicación a todo esto en el evidente y progresivo narcisismo que ha ido ganando la sociedad, muy especialmente con el ascenso de las redes sociales y la posibilidad de convertirnos a nosotros mismos en productos revalidados a fuerza de “me gusta” y “fav”. La masificación de Facebook a nivel global se dio allá por 2007/2008 y Iron-Man, la película que originó todo este metaverso de superhéroes, es de 2008. No es muy ilógico pensar que hay algo ahí que desembocó inevitablemente en este presente donde solo podemos tener contacto con los que piensan igual que uno, donde los algoritmos nos dicen lo que tenemos que ver y donde muy pocos en el arte masivo parecen querer correr riesgos. En el cine ya no hay lugar para universos nuevos, para inventar mundos, para que una película encuentre su público. En la vieja dicotomía del cine del corazón y el cine del intelecto, terminó ganando el cine del ombligo.


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