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Funcinema

MAR DEL PLATA 2021: Competencia Internacional – Día 6


Hellbender, de Zelda Adams, Toby Poser y John Adams / 6 puntos


La película de la familia Adams ofrece muy buenas imágenes para tapas de discos y estampas de remera. También algunas canciones potentes. Su estética gótica a base de brujas, hechizos y signos demoníacos conforma un imaginario que cruza al cine con ese estilo musical de caras pintadas y muchos gritos. Es decir, lo primero que se advierte es la búsqueda de la conmoción con efectos (bien logrados, por cierto, sin presupuestos ruidosos). Luego hay una historia, la de una señora y su hija que viven en medio del bosque. La joven no tiene contacto con los humanos porque le han dicho que posee una enfermedad. Su vida se limita a tocar en una banda con su propia madre, quien ostenta poderes ancestrales y maléficos (hay un prólogo bizarro que da cuenta de ello). En una escapada, conocerá a una joven llamada Amber, que ocupa la pileta de natación de una casa con sus amigos. Esto le dará a Izzy un soplo de curiosidad y de deseo, suficientes como para intentar romper los lazos matriarcales y descubrir por sí misma los poderes que posee. De este modo, la “brujita” adolescente crecerá de golpe con ansias de explorar el mundo. La vuelta de tuerca es que se aborda la tan mentada temática de los vínculos familiares y la herencia cultural, pero con la cáscara genérica del terror. ¿Cuántas mujeres sienten que su madre es un monstruo y quisieran “matarlas” (si se me permite el atrevimiento freudiano)? ¿Cuántas madres quisieran conservar a sus hijas en cajitas de cristal o tenerlas como princesas? Bueno, la película se hace cargo de estas cuestiones y las lleva para su propio barro, sin ánimo de que los discursos prevalezcan por sobre las imágenes. Con ecos de The wicker man, Raw y Midsommar, Hellbender es una sucesión de viñetas inquietantes que explora lo aterradora que puede ser la relación madre-hija. El marco siempre será ese contraste entre la belleza del bosque, aún en su estado más salvaje, y una ensalada de fluidos, materiales gelatinosos, vómitos y gusanos proteicos, conformando una extraña armonía. Sin embargo, a la hora de considerar la naturaleza de las mismas, da la sensación de que están guiadas por un montaje cuya regla principal es cierto efectismo gratuito: mucha pichicata sonora y algunos planos que están más en la lógica videoclipera, sin contar un desenlace bastante pobre y obvio. Guillermo Colantonio


El otro Tom, de Rodrigo Plá y Laura Santullo / 5 puntos


Tal vez el tema que aborden Plá y Santullo sea más importante que la película que lo contiene. Estamos ante una estirada historia más de las tantas que circulan por un cine latinoamericano que trabaja cuestiones serias y bien vistas a nivel internacional, sobre todo si los personajes son inmigrantes y sufren mucho. Aquí, una madre llamada Elena debe lidiar con su hijo Tommy, que ha sido diagnosticado con Trastorno de Déficit de Atención e Hiperactividad. Su padre está en otro lado y la ausencia se hace sentir. La plata no alcanza, los servicios sociales no ayudan demasiado y la mujer debe sumar horas para (sobre)vivir y atender las demandas del pequeño. El espiral de complicaciones incluye la obligación para que tome medicamentos, sin embargo, los efectos colaterales parecen ser más dañinos que la patología, hecho que obliga a Elena a enfrentarse a las autoridades médicas y a toda institución que atente contra el vínculo con su hijo. Los realizadores no hacen una épica de esto ni mucho menos, pero incurren en esa mirada extrañada, poco empática con los personajes, como si fueran entomólogos de aquello que registran, lo que genera un tono frío, distante y parsimonioso. Este acercamiento (yo lo llamo la “mirada Michael Myers”; quienes vieron Halloween sabrán entenderme) queda patente en una escena. Madre e hijo van en el auto. La cámara toma la parte delantera con la joven manejando, de repente, todo indica que el chiquito se ha arrojado. Lógicamente, su madre baja, pero la cámara no la sigue. Un lento travelling mantiene la atención en la parte (ahora) trasera del móvil mientras escuchamos los pedidos de auxilio. Es decir, el drama, la humanidad, queda fuera de campo. En su lugar, parece más importante la pose de la cámara, un gesto un tanto egocéntrico, como si la lente torciera el cogote a lo Michael Myers antes de liquidar a sus víctimas. Otro inconveniente es que, lejos de centrarse en un conflicto, se abren varias aristas, y en esta imperiosa necesidad de acumulación, la película se resiente, con varias lagunas y momentos donde el ritmo se pierde inevitablemente. No es una cuestión de velocidad, sino de dilatar arbitrariamente aquello que, de modo concentrado y con un acercamiento menos científico, hubiera arrojado un poco más de vida. El punto de vista en la construcción de “los otros” continúa siendo un lindo debate en torno a nuestro cine. Guillermo Colantonio

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