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Gallos de pelea (1974)



UN GALLO, UNA CAMIONETA Y UN HOMBRE QUE NO HABLA

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

Decía Godard a propósito de Viaje a Italia (1954), de Roberto Rossellini, que con un auto y dos personajes había una película. Hay citas usadas mil veces en la crítica de cine, caballitos de batalla que se acomodan muy bien para lo que uno quiera expresar. Estos baúles son amenos si los despojamos de academicismo. A mí me gusta parafrasearlos para cederles el cetro a otros tipos más simpáticos, como por ejemplo, Monte Hellman, un loco lindo recientemente fallecido, a quien era cuestión de darle un par de caballos para que hiciera un western, o un gallo, una camioneta, un hombre que no habla y crear Gallos de pelea (Cockfighter, 1974), una road movie hecha con dos mangos, pero con más vida que lo que pueden ofrecer millones de dólares a una súper producción. Y ese era el verdadero espíritu independiente de Hellman, cuyas historias de inusual ritmo, atmósferas cambiantes y situaciones emotivamente bizarras han desvelado a tantísimos espectadores en dobles programas de cine o televisión. Gallo de pelea es un eslabón que se suma a la cadena de satisfacciones que esta especie de outsider nos ha legado, combatiendo, como Roger Corman, a la industria y a una visión complaciente de lo americano. La historia tiene como protagonista a Frank (Warren Oates), uno de esos cowboys del sur de EE.UU, al que le apasionan las peleas de gallos, al punto de convertirse en un experto competidor en un mundo donde los códigos son firmes y los perdedores buscan mantenerse o dar el gran salto con estas prácticas. Claro está, más allá de la historia, lo importante es el modo en que Hellman construye su universo visual de imágenes opacas a contracorriente de los tanques de la época o de una visión ruidosa y populista característica de ciertos sectores asimilados por el sistema. Curiosamente (o no tanto), esa incomodidad  de entonces, podría ser reciclada y replicada en este siglo veintiuno. En efecto, Gallos de pelea (con su realismo a la hora de mostrar los reñideros, con ese microcosmos de machos retrógrados que hablan con esa jerga inconfundible) resultaría indigerible para las sociedades protectoras del buen gusto y de lo políticamente correcto.

En alguna ocasión, Kent Jones expresó en una nota que Monte Hellman poseía un enfoque particular para contar historias, algo así como una construcción in media res, como si no existiera una manera adecuada de comenzar un relato. Cuando vemos las primeras imágenes de la película, poco y nada se nos ha dicho del protagonista, apenas escuchamos su voz para ponernos en contexto, pero da la impresión de que nos hemos perdido gran parte de su vida. ¿Qué pasa que no habla?, ¿de dónde nació esa manía quijotesca por dejar todo y recorrer caminos con sus gallos? Estos son apenas algunos interrogantes, porque la fuerza está en otra parte, en una idea de lo cotidiano donde los seres humanos son torpes, entrañables, perdedores, raros, una galería que sentó las bases de cineastas como Lynch, Bogdanovich y gran parte de una generación que llega hasta Tarantino y le debe a tipos como Roger Corman y Monte Hellman la vida cinematográfica.

Y entre esos códigos férreos que no encajan fácilmente en cualquier estrato social, está el voto de silencio de Frank, quien ha decidido no hablar porque, precisamente, ser un bocón lo llevó a la perdición en las competencias. Además, como toda pasión involucra un individualismo feroz, la chica que podría ser su mujer no encaja en esta elección de vida. Lo genial de todo esto es que, más allá de que la película retuerce todo tipo de convenciones narrativas (un héroe que no habla, al estilo de El gran silencio, de Sergio Corbucci) y morales, convierte a sus personajes en queribles (lo que hoy es imposible, en un estado actual del cine donde la sordidez y el maltrato cotizan en oro). Allí está el viejo conocido y competidor de Frank, un maravilloso Harry Dean Stanton, con un arco interpretativo que va desde el garca simpático hasta el rufián melancólico. Si hay algo que no pierde Hellman es la amabilidad y su sentido de la elegancia está focalizado en un intimismo compartido, nunca autoindulgente o egoísta. Allí estamos como espectadores siempre porque hay un director que nos invita a su universo, no nos expulsa del paraíso, aunque sea imperfecto.

Y allí donde otros remarcarían el lado oscuro de estos personajes, Hellman apuesta por concederles la gracia de los mimos. De igual modo, cuando el pueblo aparece, es pueblo, no una masa sedienta de sangre y violenta según la mirada civilizada de quien filma desde el pedestal de la corrección estética. Si objetivamente las peleas de gallos pueden parecernos un horror, en la película constituyen un ritual y un modo de vida de una parte de la población americana donde, incluso, el alcalde está prendido. Y se trata de un registro cuya impronta documental está perfectamente integrada a la ficción, sin voluntad por juzgar conductas ni prácticas que pueden resultar deleznables. Y es la fotografía de Néstor Almendros la que confiere a las riñas un rasgo de verosimilitud ineludible, donde lo que vemos brilla por autenticidad y crudeza.

Hay por lo menos tres secuencias magistrales. Una involucra al hermano de Frank y a su mujer, o mejor dicho, a la forma en que Frank obtiene dinero para comprar un gallo, trasladando una casa en un escena con la energía explosiva y cinética propia de Buster Keaton. Otra consiste en una secuencia donde asaltan a los competidores, quienes incitados por el alcalde, se juntan en el interior de un hotel porque tienen que evitar a la Sociedad Protectora de Animales. El drama deviene en comedia al estilo de los Hermanos Marx. Y la última es el final, tremendo, que no solo consagra la repetición como motor de la vida, sino que deja lugar a que otros se jacten de explotar el drama barato. En esta cancha hay otro jugador.

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