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Drácula (1931)



UN MITO YA PRONTO SERÁS

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

El Drácula de Tod Browning es uno de esos ejemplos en los que el mito supera a la realidad. Una película apenas aceptable, confusa narrativamente, con resoluciones apuradas y algunos cambios de tono que mezclan registros de manera imprevisible. Y así es como conviven el porte teatral y la impavidez gestual de Bela Lugosi, con el desborde del Renfield interpretado por Dwight Frye o el comic relief de Charles K. Gerrard, que interpretaba a Martin, empleado del hospicio contiguo a la mansión del doctor Seward y dueño de algunos chistes que descomprimen el horror gótico de la película. Sin embargo, allí donde se evidencian varias torpezas aparecen algunos grandes momentos, aquellas líneas de diálogo y situaciones que han permanecido en la memoria del espectador y engrandecido el recuerdo de este conde germinal. Origen del cine de terror norteamericano, universo construido en aquellos años por la Universal: luego llegarían Frankenstein, el Hombre Lobo, la Momia, el Monstruo de la Laguna Negra.

En verdad este Drácula adapta una obra de teatro de Broadway de 1927 antes que la novela escrita por Bram Stoker. Aquella obra, además, también contaba con Lugosi como el conde. De ahí se explica que la película haya sido la más vista en los cines en 1931: la pregnancia cultural del personaje era enorme (recordemos que en la década anterior Friedrich Wilhelm Murnau había hecho su versión libérrima y de culto) y la ansiedad por verlo representado con las nuevas técnicas del cine acompañaba el morbo de la sociedad por el susto y el miedo. A decir verdad (y soy una persona que consume nada de cine de terror por miedo al miedo) el film de Browning no produce terror y hasta su misterio es leve. Incluso sus múltiples problemas de producción se notan en decisiones narrativas que la vuelven un poco caótica. Se dice que fueron recortados unos quince minutos de película y eso se nota, especialmente hacia el final donde las situaciones se precipitan.

Decíamos al comienzo que el mito superaba a la ficción. No solo por aquello que la película ofrece efectivamente desde lo iconográfico (verbigracia la figura de Lugosi), sino por lo que nunca se ve pero todo el mundo cree que ha visto (como aquella frase de Casablanca, digamos…) y que vuelve a la película terrorífica desde un espacio mucho más sugerente y abstracto: porque qué hay más terrorífico que aquello que no precisamos ver para temer; solo alcanza con lo que imaginamos. Por ejemplo, no hay en este Drácula colmillos, tampoco primeros planos de mordidas en los cuellos. Esos son elementos que han aparecido a posteriori en el género vampírico del cine, pero que los espectadores relacionamos con esta película inevitablemente. Pero más allá de lo que no hay, sí debemos señalar al menos dos cosas que muestran a Browning como un director mucho más hábil de lo que esta película deja ver. La primera es la gran escena en la que Van Helsing descubre que el conde es un vampiro. Abre una caja de habanos la cual tiene un espejo, pero el conde nunca se refleja. Si bien el plano se repite un par de veces y subraya demasiado el efecto, es sin dudas una gran decisión de puesta en escena. Lo otro es una línea de diálogo, que dice el conde una vez que Reinfeld llega a su castillo y le pregunta por los aullidos que se escuchan a lo lejos: “Escúchalos. Niños de la noche. Qué música hacen”, dice Drácula. El encuadre es potente y la actuación de Lugosi, con su cadencia al hablar, tiene la impronta de lo mitológico, también de lo realmente infernal: es decididamente lo más terrorífico que ocurre en la película. Es una de esas imágenes que el cine construye cada tanto y cimienta ese carácter casi religioso con el que nos relacionamos con él. Y, en todo caso, justifica la permanencia de esta película en la memoria colectiva.

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