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Psicosis (1960)



LA OSCURA MAGIA DE LOS ROSTROS

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Se pueden decir millones de cosas sobre Psicosis pero también es difícil decir algo nuevo, quizás porque todo lo que podía decirse ya se dijo. Alfred Hitchcock supo entregar una película que funcionó como una enciclopedia de su cine previo -y quizás también del posterior, si pensamos en, por ejemplo, Los pájaros (1963) o Frenesí (1972)-, a la que inventó algo complemente nuevo, que sigue teniendo ecos en obras actuales. Es que para rodar una película de asesinos seriales o incluso simplemente para filmar una secuencia de un asesinato con arma blanca, es indispensable haber visto el clásico protagonizado por Anthony Perkins, Janet Leigh y Vera Miles.

Aunque lo cierto es que también para encuadrar rostros es imperativo haber visto aunque sea un par de veces. Hitchcock siempre supo cómo otorgarle una cualidad estética y especialmente narrativa a las caras de sus personajes, contando no solo sensaciones sino también hechos a través de los gestos y los ojos, pero Psicosis es posiblemente la cumbre de ese mecanismo. Y lo es a tal punto que es puro sistema: por ejemplo, en la secuencia donde escuchamos los pensamientos y evocaciones de Marion Crane (Leigh) mientras maneja su auto. Allí no solo hay una conexión entre la mirada y lo que pasa por su mente, sino también una medida de la incertidumbre que afronta el personaje y un anticipo de su oscuro futuro. El cineasta nos describe la vulnerabilidad de la protagonista, la ambigüedad de sus acciones -varias de ellas ilegales y hasta inmorales, aún justificadas por sus motivos- y su rumbo errático, que eventualmente la conduce al Motel Bates.

Si ya la mirada era un factor de enorme potencia en el cine de Hitchcock -basta ver La ventana indiscreta (1954) para darse cuenta de esto-, en Psicosis esto se complementa con lo gestual. La clave pasa por la economía de recursos, algo que siempre sobrevoló la filmografía del cineasta, pero que aquí fue alentado también por el reducido presupuesto que aportó Paramount Pictures, que no confiaba en el potencial del proyecto. Con una precisión casi inigualable, Hitchcock construye la narración desde lo que dicen los rostros, pero también desde lo que esconden, alimentando los factores enigmáticos, creando expectativa y sorprendiendo en el momento justo. Y en eso el personaje de Norman Bates (Perkins) es un ejemplo cabal de duplicidad: víctima y victimario, héroe y villano, hombre y mujer, alguien que se oculta y se delata a sí mismo.

Con sus múltiples disfraces -relato de suspenso, cuento moral, drama familiar íntimo, y familiar y romántico-, Psicosis es en su esencia un film de terror, plenamente consciente de las interacciones necesarias con otros géneros y sub-géneros para delinear apropiadamente los personajes. Pero también de las herramientas necesarias para interpelar al espectador e incluirlo en la experiencia: ahí nada mejor que los rostros de los protagonistas dialogando con nosotros, interrogándonos, interpelándonos sobre nuestros temores, pero especialmente nuestros deseos. Y detectando que muchas veces lo más terrible no pasa tanto por lo que más tememos, sino por lo que más ansiamos. No hay nada más humano que el deseo, y en particular el deseo de lo prohibido por las normas sociales e institucionales. Norman, sobre el cierre de la película, nos dice eso con sus ojos, mirándonos directamente, mientras escuchamos su voz, que son muchas voces: la suya, la de su madre, la del deseo tímido, la del deseo homicida. Y la de Hitchcock, que una vez más juega con nosotros con esa bella maldad que siempre lo caracterizó. Los rostros en Psicosis son pura magia, y de las más fascinantemente tétricas.

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