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El silencio de los inocentes (1991)



FASCINACIÓN SERIAL

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Recuerdo cuando en 1992 El silencio de los inocentes ganó el Oscar (de hecho estoy casi seguro que fue la primera ceremonia que vi entera). Se hablaba por entonces de la sorpresa que una película de género -casi un film de horror- se llevara el premio principal de la Academia y que, incluso, obtuviera el logro nada menor de quedarse con los cinco premios principales (película, dirección, actriz, actor y guion adaptado), algo que solo habían logrado Lo que ocurrió aquella noche y Atrapado sin salida. Era yo un joven inexperto y no entendía mucho aquello de “película de género”, mucho menos de la disputa discursiva entre espectadores de cine popular y cine más elevado. Desprovisto de prejuicios como estaba a esa edad, las películas eran películas y no tenían mayores diferencias entre sí. Con el tiempo uno se pone más viejo y, por consiguiente, prejuicioso, y no solo comprendí de qué se hablaba sino que aprendí que había que posicionarse en un lugar. Para luego desaprender y volver a aprender, afortunadamente, que era un lugar de mierda y que uno debía correrse inmediatamente de allí. Y que las películas, finalmente, no tienen mayores diferencias entre sí, y que todas merecen real atención. Pasados treinta años de su estreno, y casi veintinueve años de su consagración académica, El silencio de los inocentes sigue siendo un caso ejemplar.

Un caso ejemplar porque sí, porque en verdad es apenas un thriller con elementos de terror sin esas ambiciones dañinas de las películas que buscan ganar premios, aunque sus dos actuaciones principales, las de Jodie Foster y Anthony Hopkins, sean para poner en un pedestal y escribir un manual de interpretación. Una lucha dialéctica entre dos cuerpos que representan la crispación y la serenidad, y que sintetizan dos formas dicotómicas de posicionarse ante el horror: Hannibal Lecter no solo que lo analiza desde su rol de psiquiatra, sino que además lo abraza hasta convertirse él mismo en una forma inteligente de ese horror. En el caso de la agente del FBI Clarice Starling, lo suyo es el asco y la reprobación, también el miedo y la tensión de estar metiéndose en un terreno pantanoso, pero la necesidad de enfrentarlo porque en el fondo no se trata de otra cosa que un trabajo. A su manera, la película de Jonathan Demme es una reflexión sobre el profesionalismo y sobre aquello que estamos obligados a hacer en el camino de hacernos buenos en lo nuestro. A pesar de la fascinación por Lecter (generada en cierto modo por la notable interpretación de Hopkins), El silencio de los inocentes es el camino de Starling, la exploración de sus miedos y su concreción como agente del FBI, con la conciencia de todo lo perdido en el camino, especialmente cierta ingenuidad. Un detalle sorprendente a la distancia es descubrir que de los 118 minutos que dura la película, Hopkins aparece en apenas 24 minutos y pico.

Fascinación es una palabra clave aquí, que hasta podría confundirse con morbo. Es que el impacto cultural de El silencio de los inocentes fue tal, que a su sombra se generaron gran cantidad de thrillers con elementos de horror y asesinos seriales por encontrar (algo habitual por entonces: lo mismo pasó con Bajos instintos y el thriller erótico), aunque la mayoría se detuvo más en la sordidez del universo de los criminales que en la inteligente y perfecta construcción narrativa de Demme (y todo se pobló de detectives con linternas recorriendo casa húmedas y ambientes derruidos). Seguramente la cima (no por calidad, sino por impacto) haya sido Pecados capitales, el film de David Fincher que llevó este universo a la cima de la estetización y la banalización. El silencio de los inocentes puede ser leída como una suerte de respuesta a la proliferación de monstruos del cine de terror de los 80’s, que estaban atravesando por entonces una incipiente etapa de autoparodia. Y si la adaptación de la obra de Thomas Harris se animaba a mirar de frente a los monstruos y observar lo realmente espeluznante que habitaba en su interior, también señalaba lo terrenal del asunto. Esa “normalidad” que nos proponía El silencio de los inocentes era lo que realmente generaba escozor.

Si bien el film de Demme se permite poco humor y todo luce bastante inflamado, hay una dosis de conocimiento en la narrativa clásica que impide el exceso de solemnidad que la película podría haber padecido. Hay una gran secuencia de escape de Lecter, que termina con una escena hermosamente gore, que es de una perfección pasmosa y que evidencia el grado de sugestión que el director maneja magistralmente. Y hay, a la sombra de todas las películas que vinieron después, una demostración de que funciona perfectamente porque Demme supo qué narrar y cómo hacerlo. La evidencia es esa secuela paupérrima llamada Hannibal, que pone el foco en lo accesorio de la original, y que se convierte en un regodeo innecesario. Ridley Scott, como la mayoría del cine que intentó imitar a El silencio de los inocentes, nunca entendió el film de Demme porque la fascinación, a veces, también puede confundir.

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