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Buenos muchachos (1990)



VEN A CONOCER MI MUNDO

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Si para cuando comenzaba la década del noventa Martin Scorsese ya era un cineasta plenamente consolidado y con varias películas importantes acumuladas (Calles peligrosas, Taxi driver, Toro salvaje, El rey de la comedia, La última tentación de Cristo), en Buenos muchachos solidificaba un estilo narrativo y estético, además de una forma de abordar y construir el cine sobre los mafiosos. Ese año también se estrenaba la tercera parte de El Padrino, la saga que parecía ser el paradigma ineludible de los relatos sobre el crimen organizado, pero Scorsese parecía decirle a su amigo Francis Ford Coppola que había otra forma de contar ese ámbito.

Lo cierto es que en Calles peligrosas ya venía insinuando esa aproximación, aunque todavía con recursos escasos y no tanto nombre encima. Pero Buenos muchachos es una película de un realizador con todas las herramientas (presupuesto, elenco, historia, experiencia previa y conocimiento de la puesta en escena) ya alineadas y a disposición, constituyendo una maquinaria imparable desde el primer minuto. Y cuando decimos “desde el primer minuto” no es joda: el arranque, con toda su carga de violencia en el montaje y las imágenes, es una prueba inapelable. Por eso el film va acumulando secuencias y pasajes que evidencian un ritmo trepidante, pero también la vocación por construir y retratar un mundo desde su base constituyente, que son los “soldados” de la mafia, los que no suelen dar las órdenes, pero sí los que las ejecutan, aunque no dejen de tener sus propios planes. Scorsese se aleja bastante de los jefes y capos -o los mira a la distancia-, y más aún de las familias conductoras como los Corleone, para dedicarse a presentar el universo criminal desde abajo, bien metido en el territorio, lo cual no implica dejar de pensar y exponer las dinámicas del poder.

Es otro poder el que habla en Buenos muchachos, aunque con otro lenguaje, mucho más directo y brutal en sus formas, aunque posea sus niveles de sutileza y de marcos de relaciones implícitas. Quizás eso quede reflejado de manera muy patente en el notable plano secuencia donde Henry Hill (Ray Liotta) la lleva a su novia Karen (Lorraine Bracco) a un conocido restaurante, ingresando con ella por una puerta lateral reservada para los privilegiados como él. La cámara los sigue de manera obsesiva, recorriendo el detrás de escena del lugar a través de pasillos interiores y la cocina, hasta entrar al restaurante propiamente dicho, donde enseguida les montan una mesa ubicada en el mejor lugar posible. En el medio, Henry saludándose con todos, repartiendo billetes, recibiendo regalos, mientras Karen observa todo asombrada.

El acierto en la dirección de Scorsese no solo está en lo explícitamente formal -todo es inmejorable, desde la utilización de la cámara hasta el uso del tema Then you kissed me, de The Crystals-, sino también en la elección del punto de vista. Se podría decir que el dispositivo parece adoptar la mirada de Karen, entre fascinada y desconcertada, pero también refleja el discurso de Henry, mostrando con orgullo sus contactos y los hilos de poder que maneja tan fluidamente, el mundo del que es parte y que ayuda a sostener. Es cierto que ese orgullo se puede poner en duda desde los diálogos, porque cuando Karen le pregunta a qué se dedica, Henry contesta “a la construcción” y, cuando ella le dice que sus manos no parecen las de alguien dedicado a ese rubro, él agrega “soy delegado sindical”. Sin embargo, esa mentira de Henry, que procura eludir la intimidación, fraudes y aprietes que sostienen su estilo de vida, no deja de tener un componente de verdad: al fin y al cabo, él es un obrero de un imperio criminal y siente que está en el mejor de los oficios posibles. Por eso quiere mostrarle a su novia el hogar que ha construido: un conjunto de relaciones que lucen inexpugnables, un dinero que parece infinito, la mejor comida, el mejor servicio, la mesa mejor ubicada. Ese castillo de naipes se irá cayendo a pedazos en la segunda parte del film, pero el sentido de pertenencia prevalecerá hasta los minutos finales. Desde ahí es que Buenos muchachos delinea la empatía con sus protagonistas inmorales: todos (como Henry y sus compañeros de andanzas, como la misma Karen) queremos pertenecer, sentirnos parte de algo más grande y que ayudamos a construir. Luego -quizás- nos preguntamos por los costos a pagar.

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