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Mississippi en llamas (1988)



LAS MIRADAS Y LAS MODAS

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

Alan Parker, que falleció el viernes pasado a los 76 años, fue un realizador de moda entre los setenta y ochenta, pero que empezó a perder relevancia en los noventa y dejó de trabajar a principios del nuevo milenio, luego de La vida de David Gale (2003). Más que un autor, fue un artesano competente que supo adaptarse a los discursos y lenguajes que gozaban de cierto prestigio en un período de dos décadas. O sea, cuando analizamos un poco más en detalle su carrera, no es que estuvo de moda sino que aplicó la moda de una época, a la que sirvió con bastante efectividad. Quizás el mejor ejemplo de eso sea Mississippi en llamas, film oscarizable y que supo construir una polémica efectiva que lo colocó en un lugar de referencia para buena parte del cine político de ese momento y años posteriores.

Convengamos que Mississippi en llamas, vista incluso a la distancia, es una película bastante lograda en su abordaje de un hecho real: la investigación emprendida por dos agentes del FBI a partir de la desaparición de un grupo de activistas de los derechos civiles en un pueblo de Mississippi en 1964. Si el trabajo con la fotografía (que le valió un Oscar a Peter Biziou) es casi perfecto, no se puede decir menos de otros rubros, como el montaje o el sonido: todos se comportan en ajustada armonía y en función de un relato vigoroso, que arranca y no para, hilvanando varias secuencias y diálogos que quedan en el recuerdo inmediato, sustentados en buena medida en actuaciones potentes de Gene Hackman, Willem Dafoe, Frances McDormand y Brad Dourif, entre otros. Pero lo cierto es que una visión más atenta revela unas cuantas manipulaciones, principalmente desde la puesta en escena.

Aunque parezca un poco arbitrario, se podría pensar un diálogo posible entre Mississippi en llamas y un film del año anterior que también tuvo su éxito y prestigio: estoy hablando de Los intocables, la notable adaptación de la serie televisiva dirigida por Brian De Palma. Ambos films abordaban sucesos históricos de forma bastante libre, construyendo sus propios artificios y al mismo tiempo armando un verosímil creíble para tiempos y épocas determinados. Sin embargo, Los intocables era mucho más honesta ideológica y formalmente: se zambullía en la épica de la lucha contra el crimen sin vueltas y asumiendo los costos y las pérdidas (físicas, psicológicas, incluso éticas) que eso implicaba, construyendo incluso antagonistas tan temibles como fascinantes. Si había una duda inicial en Elliott Ness, la corrupción imperante lo convencía de que no había muchas alternativas: Malone le mostraba rápidamente que las cosas se hacían en Chicago y que, una vez que se cruzaba una puerta, ya no había vuelta atrás.

En cambio, el dilema sobre cómo enfrentar el racismo era el conflicto de fondo en Mississippi en llamas: por eso había un debate constante entre los instrumentos procedimentales en los que se apoyaba Ward, el agente interpretado por Dafoe, y las tácticas de la “vieja escuela” que representaba Anderson, el agente encarnado por Hackman. Y lo cierto es que ese conflicto no termina de resolverse por completo, porque por más que los hechos parecieran darle la razón al segundo, la mirada política que se impone es la del primero. Esto es así porque Anderson, sureño de nacimiento pero adaptado a las reglas norteñas del FBI, rara vez pasa de ser un instrumento explicativo para la trama: si Malone era un tutor para Ness, Anderson es como un manual de introducción a las perspectivas sureñas no solo para Ward, sino especialmente para el espectador. Es el que nos hace más digerible (pero no entendible) una forma de vida basada en el odio, un traductor que nos enseña apenas unas letras de un lenguaje que no se considera necesario descifrar.

El debate entre el norteño que es Ward y el norteño-sureño que es Anderson prácticamente deja fuera a la mirada sureña: ninguno de los negros oprimidos llega a tener una verdadera voz y el personaje de McDormand no consigue salir del rol de víctima observada con algo de paternalismo. Y eso queda más que patente con varios planos (principalmente en un acto partidario segregacionista) donde el film se muestra empeñado en mostrarnos a los blancos más feos posibles, demarcando un racismo en reversa. Con su construcción de un imaginario de un white trash del sur profundo, Mississippi en llamas perpetuaba, por otros medios, esa misma segregación que decía criticar. Y, de paso, mostraba los eternos problemas de un progresismo estadounidense que suele hablar de la diversidad pero no se preocupa por entender lo que le es ajeno, y por eso suele prenderse a las modas de tolerancia de cada época.

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