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Bill y Ted (1989)



PARADOJAS DE NO PODER VIAJAR EN EL TIEMPO

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Cuando allá por los primeros años de la década de 1990 me enteré de las películas de Bill y Ted era yo un incipiente adolescente que recién había descubierto a Martin Scorsese con Buenos muchachos y El rey de la comedia. Imagínese usted, estimado lector, que una comedia adolescente sobre dos amigos bastante bobos que viajan en el tiempo a través de una cabina telefónica me parecía poca cosa. El cine, en ese momento, era para ver con el puño en el mentón y edificar una cinefilia de nombres “importantes”. Pero como la historia es un camino extraño (la historia personal, digo, la que uno construye con sus elecciones), cada paso es un aprendizaje y una revelación. Y acá estamos, casi tres décadas después, defendiendo las excelentes aventuras de Ted “Theodore” Logan y Bill S. Preston Esquire y despreciando a todo aquel papanatas que mira cine con el puño en el mentón y se cree demasiado importante.

En 1989 había dos recursos que comenzaban a agotarse un poco en el cine: la mirada retrospectiva y melancólica de la adolescencia y los viajes en el tiempo. Bill y Ted, entonces, era un concepto que jugaba un poco sobre ese agotamiento: una película que abreva en mucho del cine de esa década, pero que siembra semillas para el estallido metalingüístico de los 90’ (si uno piensa un poco en la comedia mainstream de aquellos años -las comedias de Steve Martin, el trío ZAZ, National Lampoon- la película de Stephen Herek no se parece a nada). El metalenguaje es algo interesante en el cine, pero tiene un límite: porque con su sola presencia lo que hace es denunciar el fin de las formas preexistentes de la narración. Es el vacío que se da entre la desesperación ante la ausencia de nuevas formas y el conformismo que da tranquilidad y previsibilidad ante el surfeo en formas previas y reconocibles. El metalenguaje le habla un poco al espectador de ayer, al que logra decodificar los códigos; ese es un poco su problema, no supone un avance si no un constante presente. Y precisamente sobre esa idea es que Bill y Ted logran sobreponerse a los conflictos: conocer el pasado y el futuro de la historia los hace valorar inmensamente el hoy. Bill y Ted se asume no solo como una comedia adolescente, sino como una comedia de adolescentes de un tiempo y un lugar definidos: ese 1989. Por eso que tal vez no acepte demasiadas relecturas.

En el prólogo de Bill y Ted descubrimos que los protagonistas son considerados una suerte de entelequias del futuro con su mensaje de puro rock y buena onda. Lo que hará la película es contar de qué manera llegaron a convertirse en esas figuras respetadas. Hay algo muy interesante en el guion de Chris Matheson y Ed Solomon: su construcción es muy inteligente, porque disfraza la complejidad de su mecanismo de puro disparate y falta de rigor. A diferencia de otras películas que abordan los viajes en el tiempo y las paradojas, no hay pretensión y lo suyo es definitivamente lúdico. Ted “Theodore” Logan (Keanu Reeves) y Bill S. Preston Esquire (Alex Winter) tienen que aprobar Historia y el componente mágico se explica muy fácil: será la sociedad del futuro la que haga todo lo posible para que Bill y Ted aprueben el examen. Si eso no sucediera no podrían convertirse en los Bill y Ted venerados. Ahora bien, ¿cómo es que una cosa podría suceder sin la otra? ¿O cómo es que en algún momento llegó a suceder que ellos no aprobaran el examen? Ahí está la diversión de una película que no se hace demasiadas preguntas y prefiere avanzar sobre la comedia y la aventura.

Herek nunca fue un director demasiado virtuoso y durante la primera parte del relato se dedica a acumular algunos lugares comunes y referencias históricas bastante superficiales. En su viaje hacia el pasado, Bill y Ted se cruzan con Sócrates, Beethoven, Freud, Lincoln y más. Y a todos los meten en la cabina telefónica para llevarlos hacia el presente en San Dimas, su ciudad, con el fin de que participen en el examen final de Historia. Es en el presente, en el choque entre los personajes históricos con una prosaica cotidianeidad donde la película encuentra su mejor superficie para el humor. Napoleón jugando como un chico en un parque acuático llamado “Waterloo”, Beethoven copadísimo tocando varios teclados en una tienda de instrumentos musicales, Sócrates haciéndose entender con lenguaje de señas, Lincoln deletreando su apellido en la comisaría, son todas ideas divertidísimas que se completan con una última gran secuencia en el Instituto donde Bill y Ted montarán una gran lección de Historia. La película surfeará en ese momento la comedia adolescente de los 80’s y dejará algunos apuntes sobre el humor con varias capas que estallaría en la comedia norteamericana de los 90’s (hay un germen evidente de lo que sería, por ejemplo, El mundo según Wayne). Pero lo que queda presente en la película es la importancia de ser joven y hacer cosas de jóvenes, de la adolescencia como una etapa creativa que muchas veces es incomprendida en el preciso momento en que sucede.

Quién pudiera tomar una cabina telefónica para viajar a los 90’s y avisarle al Mex Faliero de aquellos años que mire Bill y Ted, y que deje para cualquier otro momento la pavada esa de La naranja mecánica.

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