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Pinocho (1940)



SOBRE CÓMO SER BUENOS

Por Mex Faliero

(@mexfaliero)

Seguramente existe una idea más o menos acabada (más o menos prejuiciosa) sobre lo que una película Disney representa, pero en cierta forma esa idea resulta una síntesis un poco injusta y simplificada (y todo esto se agudiza si el análisis surge desde la distancia histórica). Estamos hablando del Disney de los tiempos de Disney, cuando Walt tenía el control de la obra. De todos modos, hay motivos para suponer el conservadurismo del creador de Mickey Mouse o su apelación a un tipo de familia tradicional como regulador social. Sin embargo hay algo que Walt Disney nunca fue, al menos en su obra, y eso es hipócrita (como sí lo son algunos progresistas o la actual compañía Disney). Pocas cosas más cristalinas que un relato Disney clásico, donde la apelación a buenos y malos más que una representación de un modelo de vida es un deseo. Por eso a Disney le interesaban las fábulas, porque permitían una suerte de utopía por medio de la fantasía, en una época además en donde se creía que las utopías todavía eran posibles. Por lo tanto el carácter didáctico de la obra de Disney era evidente, aunque puede que nunca como en Pinocho eso mismo se diera de una forma más natural y asimilada desde lo narrativo. La película de Hamilton Luske y Ben Sharpsteen tomaba la obra original de Carlo Collodi y la volvía una historia sobre el camino moral que un personaje debía recorrer hasta aprender a convertirse en buena persona. Pero, a través del personaje de Pepe Grillo, también ilustraba sobre cómo esos saberes morales se deben aprender a transmitir. Porque en Pinocho el protagonista no es tanto el muñeco/niño Pinocho como el mismo Pepe Grillo.

Decíamos que la necesidad argumental de Pinocho se volvía natural desde lo narrativo. Luego de que el Hada Azul llega a la casa de Gepetto y Pinocho cobra vida, la película construye un relato veloz de causa y efecto donde la aventura se construye a partir de las decisiones que va tomando el protagonista. Para ser concretos: si para Disney Pinocho es una suerte de tratado sobre cómo convertirnos en buenos seres humanos y en personas ilustradas, no deja de ser coherente que a las pocas horas de tener vida Gepetto decida enviarlo a la escuela. Así, sin mediar palabra ni grandes elipsis. Pero es en el camino a la escuela que comienza la aventura, cuando un par de rufianes (un zorro y un gato; es muy particular la relación entre humanos y animales humanizados que presenta la película: por ejemplo el gato Fígaro, un personaje hermoso, se expresa solo a través de gestos) lo cruzan al niño/muñeco y lo seducen con la idea de involucrarse en el mundo del espectáculo y convertirse en famoso. Obviamente ese desvío sale mal para el pobre Pinocho (Stromboli es un personaje realmente siniestro), pero la posibilidad de alejarse del camino virtuoso por la vía del hedonismo se repite con la aparición de un lugar al que los niños pueden viajar para cumplir todos sus deseos infantiles. Claro, el precio a pagar es el de convertirse en burro por la eternidad. En Pinocho la idea del camino correcto está trazada por la propia narración, que se construye a partir del avance del protagonista en la historia, sus decisiones que van marcando ese recorrido y su posterior cargo de conciencia cuando se hace evidente cómo ha fallado a su deber; si hasta incluso ha fumado.

Pero además de su costado didáctico (explícitamente didáctico), Pinocho sobresale por aspectos formales que resultaron innovadores pero que también muestran la forma en que Disney pensaba el orden narrativo de sus películas. Por ejemplo, el punto de vista es el de Pepe Grillo, quien se introduce en el relato de la misma manera en la que lo hace el espectador. Esa intertextualidad que Disney siempre manejó de manera disimulada y que aquí se hace evidente mostrando el artificio del cuento dentro del cuento. Aquí incluso se da la particularidad de que en determinado momento la “cámara” se vuelve subjetiva, y la animación emula el movimiento a los saltos del insecto. Otra secuencia, la de la transformación de los niños en burros, utiliza recursos del cine de terror, como el montaje, el fuera de campo y el uso de las sombras. Toda la secuencia final, de Pinocho yendo a rescatar a Gepetto al interior de una ballena, aporta la espectacularidad del gran cine de aventuras. Como buen ilusionista que era, Disney sabía que el mensaje entraba mejor de la mano del entretenimiento. Pinocho, su película más evidente sobre el aprendizaje, es precisamente la que mejor funciona en términos narrativos, la que fluye mejor como historia, la que involucra además una mayor cantidad de escenarios para animar y la que aporta algunos pasajes de gran complejidad formal (el Hada Azul, por ejemplo, estaba hecha con rotoscopía, algo que ya habían utilizado en Blancanieves y los siete enanitos). Y en el camino nos convierte a todos en mejores personas. ¿Qué más se le puede pedir a una gran película?

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