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Cadenas de roca (1951)



PERVERSIDAD, PARANOIA Y CAZA DE BRUJAS

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocolant)

El cine siempre ha tenido sus cineastas perversos. Lo han sido Buñuel y Hitchcock, por citar dos paradigmas. Sin embargo, nunca resignaron sutileza a la hora de expresar sus formas de insidia, algo que varios realizadores actuales han perdido por completo, en especial aquellos que se deleitan en festejar desmedidos golpes visuales pornográficos: cabezas reventadas con matafuegos o genitales cortados bajo encuadres preciosistas. Son momentos dentro de películas desparejas que no logran disimular su insidia y que parecen confirmar que el cine ha consumido sus recursos de elegancia, aún en los circuitos de prestigio festivalero. La exhibición de atrocidades se disfraza bajo el rótulo de arte serio, una de las mejores imposturas del mercado. Es saludable patear el tablero, sacudir formatos consagrados y sospechosas nociones de buen gusto. El problema radica en quiénes lo hacen, cuándo y dónde. Se sabe: la palabra transgresión está viciada. Tal vez, una diferencia visible entre los cineastas clásicos y contemporáneos (si tal distinción es viable) radique en disimular con altura e ingenio el impulso de perversidad. Y Billy Wilder ha sido uno de ellos.

Días sin huellas (1945) probablemente no sea una sus mejores películas. Es un film sobre las consecuencias del alcoholismo y el peso de su tema se impone  sobre los valores cinematográficos (al contrario de otras obras maestras como Piso de soltero (1960) o El crepúsculo de los dioses (1951). Sí es novedoso en el planteo de tal adicción, hasta ese momento, mostrada a partir de la cómica visión del borracho que se tambalea y se cae. Ray Milland compone a un escritor que vivirá bajo el infierno de su dependencia. La genialidad de Wilder como director queda en evidencia en la primera escena, un pequeño tratado sobre las posibilidades del lenguaje de las imágenes: una vista panorámica sobre Manhattan, acercamiento de la cámara al bloque de pisos de un departamento, cortinas que se mueven, recorte sobre una ventana por donde se advierte una botella de whisky colgada de un cordel. Todo esto antes de que ingresemos al departamento y veamos al bebedor que oculta la trampa a la espera de sus parientes. Ni las más estrictas modalidades de encierro impedirán el contacto con el alcohol. La causa está perdida de antemano. Para una película de la década del cuarenta, concebida bajo las normas de la industria, es más que una pincelada maestra, se trata de una insidiosa manera de ponernos frente al abismo. Lo demás, será pura anécdota con moralina impuesta que, en todo caso, no podrá nublar la potencia cinematográfica (y perversa) de esta primera escena. Wilder confirma una vez más esa especie de solapado nihilismo frecuente en su mirada sobre la sociedad americana. El cine negro es subversivo en Hollywood porque es un cine de gente desesperada en la noche de los perdedores. Robar para vivir, para salir de una sociedad opresiva. El fracaso es el modo de decir: de esta sociedad nadie sale indemne.

La otra película insidiosa es Cadenas de roca (1951), también conocida como El gran carnaval en otras partes de Latinoamérica y España, y que antes de tener el título definitivo de Aces in the hole se llamó tentativamente The big carnival. Aquí Wilder cuenta la historia de Charles Tatum y entonces aparece en escena el gran Kirk Douglas como un periodista sin escrúpulos que atraviesa una mala racha a causa de su adicción al alcohol, y que se ha visto obligado a trabajar en un pequeño diario de Nuevo México. Cuando un minero indio queda atrapado en un túnel, Tatum ve la oportunidad de volver a ser alguien en el mundo del periodismo, dando espectacularidad al caso y alargando el rescate con la complicidad del sheriff de la localidad. La película está basada en un caso real del año 1925. En aquel entonces, Floyd Collins, un guía turístico en Kentucky quedó atrapado en la gruta Sand por una avalancha de rocas. Durante dieciocho días, los equipos de salvamento intentaron liberar al hombre, que estaba allí atrapado, con la pierna rota. El pesimismo de la película  escandalizó a la clase media americana, horrorizada por lo que veía: un film sobre la condición humana frente a un país que hablaba del maravilloso bienestar. La idea del gran carnaval representa la barbarie de la gente que va a ver la desgracia del otro como espectáculo. Charles Tatum sueña con el gran regreso a lo Norma Desmond, pero a diferencia de ella, puede manipularlo a partir del momento en que encuentra al hombre en la cueva.

Kirk Douglas necesita tiempo, necesita la exclusividad de su historia, necesita el espectacular salvamento del hombre atrapado (y en su vida real, que ya no sé cuál es, vivió 103 años, aunque en pantalla, sospecho, lo hará para siempre). Consigue cómplices: en el alcalde que quiere ganar las próximas elecciones y en la mujer que quiere huir de la pobreza y del aburrimiento de su matrimonio y de la solitaria gasolinera.

Son cuatro las grandes villanas del cine negro: Jane Greer de Retorno al pasado, Virginia Mayo de Alma negra, Barbara Stanwyck de Pacto de sangre y Jan Sterling en esta película. Como en Pacto de sangre, hay una esposa que quiere huir de la estrechez, del aburrimiento del matrimonio, con el pelo completamente rubio, símbolo de su ambición y de la desgracia. Uno de los motivos del fracaso alegados por los críticos es el carácter frío de la heroína. Una primera familia que llega al lugar donde Leo Minoza está, adentro de una montaña. Charles los trata bien porque sabe que es la primera clientela y ella parece querer abrirse hasta que él la pone en foco sobre las posibilidades que abre el negocio. Mientras engaña a la víctima haciéndole creer que se hace todo lo posible por acelerar su rescate, lo está manipulando todo rigurosamente para que sirva a sus objetivos, fingiendo que la liberación solo es posible a través de una galería desde arriba. Y esa galería hay que construirla antes, con esfuerzos que duran varios días. Estos días deben servir a su ambicioso show publicitario sobre una dramática operación de salvamento, una puesta en escena. Cuando se da cuenta de que esos días significarán con toda seguridad la muerte del hombre atrapado, intenta volverse atrás. Demasiado tarde, “Silencio todo el mundo”, se escucha, y el circo se acaba. Parece una decisión shakesperiana, como la de Harry Fabian, pero lo termina pagando con su profesión y con su vida. La vida como carnaval es lo que construye el hombre en esta vida y entonces Wilder nos tira el cadáver de Tatum como diciendo “muéranse con él”.

Que semejante película haya sido un fracaso confirma su carácter maldito y su ignorada recepción en EE.UU. Es como si la conciencia pública estadounidense hubiera relegado el film a la oscuridad porque en definitiva Cadenas de roca es una puesta en escena del histerismo de las masas (al igual que Furia, de Fritz Lang, de 1936). El macartismo fue una puesta en escena del histerismo de las masas. En las destructoras críticas que aparecieron sobre la película aparecen palabras como irresponsable, morboso y antiamericano. El malvado en el film no es Tatum ni la mujer, sino el público. El periodista es el que alimenta a la bestia, pero él no es personalmente la bestia. Y esto es escandaloso: nadie quiere verse a sí mismo en el papel del malvado. ¿Cómo se puede atraer a la gente al cine, a contemplar un espectáculo, cuando se le está echando en cara las bestiales consecuencias que puede tener un espectáculo?

La cuestión es que Cadenas de roca es una de las películas más cruelmente cínicas que Hollywood ha producido jamás. Y a propósito de cinismo, mucho tiene que ver la figura de Wilder. Y de Kirk, por supuesto.

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