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Terminator (1984)



LA HISTORIA DE SARAH CONNOR

Por Rodrigo Seijas

(@funcinemamdq)

A priori, sin haberla visto, hay un acierto indudable en Terminator: destino oculto, que es el de traer de vuelta a Linda Hamilton como Sarah Connor, asumiendo que la saga ha cimentado su iconografía desde el T-800 encarnado por Arnold Schwarzenegger, pero que su corazón narrativo está en esa mujer combativa, incansable, una guerra nata. Del mismo modo que la trilogía original de Star Wars ya era, en el fondo, la historia de Darth Vader –lo cual hacía innecesaria las precuelas-, las dos entregas de Terminator que filmó James Cameron eran, esencialmente, la historia de Sarah Connor.

Y si bien en Terminator 2: el juicio final pareciera jugar un rol de reparto, porque la relación entre el T-800 y John Connor se llevaba el centro de atención, por algo la voz narrativa, la que contaba el Día del Juicio, describía el vínculo entre la máquina y su hijo, y la que se permitía avizorar el futuro con algo más de esperanza era Sarah. Por eso no viene mal recordar la primera entrega que era Terminator, que en su momento –de acuerdo a la lógica de la época- fue pensada esencialmente como una historia única, sin posibles continuaciones, pero que vista a la distancia funciona como un relato de origen. Es decir, como el retrato del surgimiento de una heroína, que crece y aprende a construir otra personalidad, o más bien, a exponerla, porque siempre estuvo dentro de ella.

Sarah arranca el film como una laburante inocente, ingenua, frágil, con su cuerpo como territorio de disputa entre dos hombres –no importa que uno de ellos sea una máquina- y de pasajera custodia de las fuerzas policiales. Pero en apenas algo más de hora y media, el guión y la puesta en escena de Cameron van llevándola hacia otra posición, donde la conciencia de quien puede y debe ser le brinda otro tipo de blindaje. Una coraza que se armando desde adentro, desde sus acciones, sus decisiones e incluso lo que es capaz de afirmar en momentos límites. Si Kyle Reese le pedía al comienzo que fuera con él si quería vivir, si lo único que podía hacer era esperar la ayuda de unos detectives que siempre iban atrás de los acontecimientos, en los últimos minutos era ella la que le decía a Kyle qué tenía que hacer si quería vivir. Arrastrándolo, con voz firme e inquebrantable, le daba una orden imposible de desoír: “¡de pie, soldado, de pie!”. En una escena muy puntual, con solo una frase, el film resumía todos los cambios que se habían dado en ella, la forma en que había hallado su propia identidad. Después sería ella la que se encargaría de lidiar con esa máquina aparentemente invencible, con una inteligencia y esfuerzo plenamente humanos.

El epílogo de Terminator terminaba siendo una ratificación de todo lo anterior: Sarah contándole su propia historia a su futuro hijo, asumiendo lo que había perdido y lo que había ganado, narrándole al hombre futuro sobre el hombre ausente. Y yendo a enfrentarse con esa tormenta que se acercaba, con algo de temor pero también de decisión. El heroísmo de Sarah –construido en buena medida desde la notable actuación de Linda Hamilton, que encontraba el personaje de su vida- era el de una mujer que se sabía vulnerable pero también lúcida y fuerte, y que se iba a enlazar con los de Ripley en Aliens, Lindsey en El abismo, Helen en Mentiras verdaderas, Rose en Titanic y Neytiri en Avatar. Detrás de todas esas guerreras estaba Cameron, uno de los hombres que mejor ha sabido comprender y empatizar con lo femenino, y uno de los mejores realizadores de los últimos cuarenta años.

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