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Recuerdos de un hombre ejemplar

Por Virginia Ceratto

(Especial para @funcinemamdq)

En crudo: falleció don José Benhayón, gran periodista de amplia y extraordinaria trayectoria en el diario La Capital.

En sentimiento: murió un gran hombre, un gran jefe, un buen compañero.

Y escribiré de una forma que deploro, y espero que él hubiera entendido, o entienda (no sé mucho si hay un más allá), porque hay un más acá que pasa por lo vivido. Y por eso recuerdo, paso dos veces por mi corazón.

José, Pepe, ingresó en el diario muy joven, a los 18, como linotipista. Cuando ingresábamos al diario se paraba junto a ese mamotreto que es la linotipo y nos enseñaba cómo se armaba la hoja sábana décadas atrás.

Y llegó a ocupar su cargo jerárquico por sus saberes, que eran muchos, y así dirigió la sección de Espectáculos durante más de dos décadas. En esos años tuve el privilegio de formar parte de su equipo y aprender la exigencia de ese sector. Trabajé, de hecho, en lo que se llama “la isla”, codo a codo, en esas especies de células formadas por cuatro pantallas, dos y dos, enfrentadas.

Lo que hago en este momento, en medios gráficos se llama “emparrillar”: escribir acerca de una personalidad que está por morir. Y es fácil, no diré que grato, cuando no se conoce al personaje personalmente. Es duro cuando se han compartido años con esa persona.

Nunca, como jefe, levantó la voz. Y no por sumiso, no por demagogo. Nunca amonestó a nadie de su equipo, al menos nunca lo vimos hacerlo. Si lo hizo fue en privado. Sí hacía aportes y sugerencias. También en privado.

Y atención, jóvenes artistas de la ciudad: nunca le dio menos espacio a un espectáculo independiente que a uno que pautara en el diario. Toda gacetilla que llegara se publicaba. Incluso se hacían notas. Y eso no le fue fácil en la empresa.

De hecho, tuvo un par de “castigos”: recuerdo que para no sé qué fecha, se rifaba un auto entre los empleados. Pepe lo ganó. Y no sé cuál fue la excusa para que no se lo dieran. No protestó. Siguió haciendo su trabajo con dignidad y sin estridencias.

A comienzos de una temporada tuvo un accidente vial producto de una isquemia, o ACV. Tomó su jefatura otro empleado, debería haber sido, a mi entender, una jefatura temporal.

Pero no. Pepe volvió, con todas sus facultades intelectuales y motoras intactas y lo dejaron como subalterno. A él, un líder que en ocasión del Festival de Cine recuperado, para muchos el primero, en tiempos de Aprile y cuando la ciudad se anunciaba como “en gracia cinematográfica”, coordinó a su equipo, incluido el que fuera corresponsal en CABA, Gabriel Imparato, más varios periodistas de esta ciudad, como Rodrigo Sabio, y otros de Buenos Aires, con destreza y calma. Había que sacar un suplemento diario, con la programación hiperbólica y las críticas al día. José desplegaba por la noche una grilla que ya tenía armada en su cabeza, muy al estilo Gaudí, y todos sabíamos desde la jornada anterior qué teníamos que hacer al día siguiente. Distribuyó las secciones, que en aquel entonces eran muchísimas, con imparcialidad y tranquilidad. A mí me tocó, obvio, La Mujer y el Cine, y si un día tenía que cubrir hasta muy tarde, de madrugada, al otro, me indicaba películas desde las 11:00 o las 14:00, porque sabía que las personas teníamos que reponernos, que no éramos bestias de carga. Y todo se hacía bajo su orden, con una velocidad que hoy me asusta, pero correctamente y sin miedo. Fue un jefe al que no le teníamos miedo. Respeto, sí, y admiración. Por eso recuerdo aquel Festival con cierta nostalgia, porque trabajé a destajo, pero sabiendo que si algo no salía por alguna causa de la organización del INCAA, Pepe lo iba a entender. No sé si ocurrió, pero si así fue, pasó al olvido, porque nunca hubo maltrato ni reprimendas. Era un jefe que inspiraba, y por eso seguramente, le correspondíamos. Porque daba el ejemplo.

La primera crítica de mi ópera prima en teatro, como autora y directora, la escribió él. Sospecho que la obra no le gustó nada, pero fue elegante sin ser mentiroso. Y siempre le agradeceré aquella media página.

Recuerdo que ante algún comentario desatinado o brutal de un tercero, me miraba con una sonrisa cerrada y la mirada chispeante y seguía trabajando. Tenía el don de manejar la complicidad y la ironía. Calladamente, no con cobardía, con astucia. No levantaba polvo en vano, no generaba discordia, más bien, cuando algo estallaba, ponía paños fríos, para salvar siempre al hilo más fino de esa cadena infernal que suele ser un diario, en donde siempre se está pagando el derecho de piso, o al menos así era, más si eras mujer, sola, con hijos. Si algo pasaba de castaño oscuro, él protegía al miembro de su equipo. Se levantaba, como si tal cosa, y hablaba con el jefe en cuestión.

Me pasaba a buscar por casa para ir juntos a la redacción, por gentileza y para que no gastara en dos colectivos. Para que pudiera estar media hora más con mis hijas. Y cuando me internaron, producto de un estrés que, por cierto, no le debía a él sino al ritmo fatal de un medio, recuerdo que vino a casa, una vez que estuve algo repuesta, y me retó por haberme tomado vacaciones para recuperarme, me dijo que correspondía una carpeta médica y me dio dinero, supuestamente fruto de una colecta de mis compañeros. Que nunca tuvo lugar. No digo que mis compañeros no lo hubieran hecho. Pero él no les pidió nada, y yo me enteré años después de que había sido su iniciativa y que prefirió dejarla en el anonimato. Eso es lo que hace un caballero. Un señor con don de gente.

Tuvo, tiene, dos hijos, Patricia y Daniel, y nietas, a los que adoraba. Cómo quería a su mujer y se ufanaba de tener la mejor esposa del mundo, con la que iba orgulloso a los estrenos.

Fue educado, no distante, pero sí ubicado con sus entrevistados, nunca “se mandó la parte” de ser amigo de éste/a o aquel/lla, en las entrevistas los trataba de Usted, aunque sé, por llamadas que estoy haciendo en este momento que figuras como Mercedes Carreras, Victoria Carreras, Marián Farías Gómez y otras, a las que me ha tocado la penosa tarea de avisarles, lo llamaban “Pepe” y lo querían y valoraban como a un amigo. Nunca “se la creyó”. Era, para sí mismo, un empleado más y repito, nos lideraba. Y reconocía la particularidad de cada compañero. A mí me decía: a ver “Corominas”, tengo dudas sobre esta palabra, decime la etimología. Y como cambio el color del pelo a menudo se reía diciendo “llegó la tía Peluca”. Los jóvenes ni idea de la novela en la que estaba ese personaje, cuando Andrea Del Boca tenía dientes de leche.

En el 2010, cuando murió mi padre -a mí me habían echado del diario hacía mucho tiempo-, en el velorio simplemente me dijo: “sentate, llorá, estamos acá para acompañarte a vos y a tu familia, no esperamos que seas fuerte”.

Hoy te voy a llorar Pepe. No esperás, lo sé, que sea fuerte. Te respeto y te quiero mucho.

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