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Oscar 2017: notas personales sobre las nominadas a mejor película

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

Recuerdo haber escuchado alguna vez en un claustro universitario decir a una docente que los géneros son como las estrellas. Uno sabe que se extinguieron, que son fáciles de rebatir, perfectamente vulnerables, pero que están ahí, los vemos y esa certeza es infalible. Del mismo modo podremos patalear contra la industria y sus premios año tras año, un ejercicio que encubre cierto masoquismo dado que luego nadie parece indiferente y mira la entrega según sus intereses: la moda, el presentador, los números, las canciones, los obituarios, etc. Algunos osados, además, realizarán apuestas, sobre todo con los rubros  menos conocidos dado que los principales galardones ya se saben con antelación de acuerdo a ese faro precedente que son los Globos de Oro. Personalmente a la ceremonia la sigo de toda la vida y no representa ningún placer culposo. Todo lo contrario, me remite a un espacio de la infancia en el que recortaba figuras extraídas de los diarios, buscaba desesperadamente hacerme de los afiches que dejaban los cines y contrastaba atónito cómo habían cambiado los cuerpos y los rostros de los actores/actrices en vivo. Luego, el tiempo va corrompiendo ese sano fetichismo y la lectura cambia. Hoy, mirar la ceremonia es una forma de confirmar aquellos síntomas que definen a un imaginario, leer en las diversas nominaciones una manera política de hablar sobre el cine (“ese arte del presente” como dijera Serge Daney) y ver en las películas (más allá del principio ineludible del placer, porque de lo contrario, tirémosnos por una ventana) una forma de registro acerca de lo que hoy pasa en EE.UU. fundamentalmente, en una época de crisis. Tal vez, sea este el eje rector de las siguientes notas personales sobre los films en cuestión que fui pensando, escribiendo y que, por supuesto, siempre están abiertas a discusión y revisión.

Habría en este sentido un tándem de películas que expresan un malestar, que utilizan una fachada genérica o una excusa argumental para que el contexto se filtre por todos los poros. Se trata de una visión de los aspectos menos visibles de una cultura consagrada al espectáculo, incluso mediático, de sus figuras públicas. Dos respuestas en cierta manera radicales frente a la era Trump pero que no olvidan tampoco mirar con el otro ojo a una política demagógica anterior cuyos resultados negativos hay que buscarlos en recovecos que carecen de representación. Dos de esos recónditos lugares de la oscura profundidad americana aparecen en Manchester junto al mar (Manchester by the sea) de Kenneth Lonergan y Sin nada que perder (Hell or high water) de David Mackenzie.

Hay varias razones para querer a la película de Lonergan pese a la pesadez de su historia y que puede confundir a varios si se quedan encorsetados en la cuestión netamente sentimental. Rescato estas cinco que son las más visibles a mi criterio, lanzadas sin ánimos de racionalizar la cosa:

1-Cassey Affleck. Si bien desconfío cuando me sostienen una película sólo por una actuación, no puede obviarse la superlativa labor de este pibe en estado lacónico permanente, su mirada, sus silencios, para, paradójicamente, dar vida a un ser sin vida, una coraza corporal donde el sufrimiento se cuela por los ojos. Simplemente maravilloso.

2-En una época donde el golpe bajo sensiblero se adueña de un discurso doloso y apela al efectismo como principal moneda, y donde las historias arbitrariamente se recortan en pedacitos (léase un González Iñárritu, uno de los impostores de nuestra era), Lonergan utiliza una estructura narrativa fragmentada para apaciguar los golpes dramáticos. Un montaje destacado que recuerda a lo mejor de varias películas europeas de tipos que sabían hablar de las relaciones humanas. Además, la música que puntúa la historia como si fuera un réquiem permanente.

3-Michelle Williams. Impresionante. Si bien la lógica del film es masculina (no en un sentido misógino, sino como un código de protección frente a la adversidad y las contingencias de un espacio alejado del progreso y del sueño americano), las mujeres tienen sus conflictos y una de las grandes escenas del film la protagoniza esta chica, en una conmovedora entrega de dolor atravesado (nótese todo el diálogo con Lee, su ex marido).

4-Un peligro inminente en la película es caer en el lugar común del golpe bajo y, sin embargo, un terrible accidente que desata un drama atroz será la excusa para otra historia donde se expone un dilema ético (como decía Piglia: un cuento siempre cuenta dos historias). Los motivos del accidente no constituyen un dato menor.

5-Más allá del drama emocional, está el otro drama, que es el que cobija a quienes quedan afuera del sueño neoliberal, un derrumbe social que atraviesa la historia. Sin gritar discursos y con matices aportados por las mismas imágenes naturales (ay, esa nieve abrumadora), hay un núcleo familiar partido en pedazos cuyas raíces hay que buscarlas en un espacio alejado, olvidado, con personajes laterales neuróticos (ver el comienzo) que forman parte de lo que ya hoy se ha transformado en una etiqueta: la América profunda. El mejor escape, el mejor sueño, es navegar, uno de los pocos instantes felices.

Esta última observación me lleva a la película de Mackenzie, Sin nada que perder, otra forma de expresar ese malestar pero desde el lado de los malos en una tierra devastada por los valores más misóginos y retrógrados habidos y por haber. Ese cuerpo averiado y esa voz gastada del gigante Jeff Bridges comparten la misma desesperanza y estancamiento de los que están del otro lado. Por eso, si bien la fachada genérica se alimenta de rasgos propios del neonoir y del western con los dos bandos representantes de la Ley y del Mal, ambos quedan igualados en el subtexto ideológico, en ese magnífico diálogo que sostienen los protagonistas hacia el final y que es determinante para construir una de las pocas certezas en esta historia: todos son perdedores y se las arreglan como pueden. Unos lidian con una tradición conservadora que sólo entiende de armas como modo de preservación y de unas cervezas bien frías para pasar el tiempo; los otros, toman las cervezas frías también pero deben lidiar con los buitres que fagocitan su propiedad y que ven un horizonte parecido al muro de Trump: monótono, amenazante y eterno. No es necesario quedarse sólo en las pintadas de las paredes para subrayar ese malestar; con sólo ver los gestos y los cansinos movimientos de los personajes por la tierra devastada del oeste de Texas, en la que todos se persiguen y se maltratan, es suficiente. Entonces, viene la justicia por mano propia: robar bancos constituye el placer de la revancha. En el festival de Cannes del año pasado se le dio más importancia a la burda metáfora de la venganza que mostraba Aquarius de Kleber Mendonça Filho y se ignoró completamente este film. Sospecho que tendrá poca suerte mañana aunque lo propio del plan es que a veces falle. Ojalá.

Hay tres historias con protagonistas negros de diverso tenor. Uno tiende a sospechar que representan oportunamente el costado políticamente correcto de la industria, lugar que genera sus propias defensas y que aprovecha las circunstancias indudablemente para erigir mensajes de preocupación y de reivindicación. Más allá de que está bien que sean visibles y tengan su lugar como cualquier otra, nada impide que se develen sus trampas. En esta dirección, sólo puede entenderse la inclusión de Cercas (Fences) de Denzel Washington, una especie de niño mimado al que todos queremos y que se ha mostrado contestatario en algunas galas, por lo que era de esperar que considerasen su película para el premio mayor (sabiendo que no tendrá chances, por supuesto). Adaptación de una obra que ya venía representándose en Broadway, la historia, ambientada en los cincuenta, básicamente narra las dificultades de un padre afroamericano para sostener a su familia con el modesto trabajo que le asignan. Esta lucha de corte sociocultural en la que pretenderá ser el sostén se derrumba progresivamente cuando advertimos que la verdadera lucha es interna, a partir de su frustración y su encadenamiento a un orden patriarcal asfixiante que no le permite escuchar a sus hijos ni a su mujer. Y meter la pata. Uno de los aciertos de Washington es dejar fuera de campo a los blancos y focalizarse en un mismo escenario dramático donde sólo los negros son protagonistas, de manera tal que la representación de su cultura abarca todas las aristas: la religiosa, la doméstica, la social, y la lingüística. Con respecto a esto último, es notable (y saturante) la musicalidad fonética que le imprimen al habla los actores como recurso de verosimilitud, de manera tal que la primera media hora es un festival parlante que luego irá apagándose a medida que se intensifique el conflicto. Las virtudes y los defectos de la película parten de la misma raíz: un film que está concebido por un actor para que se luzcan los actores (en este sentido no puede desprenderse de su lastre teatral). Realmente las actuaciones son brillantes y tanto Washington como Viola Davis son animales de pantalla y cada uno tiene su momento donde la potencia emocional de sus parlamentos se hace sentir. Lo mismo ocurre con los otros personajes laterales que están muy bien y también tienen su momento, dado que para cada uno se crea la situación. Pero inexplicablemente los últimos quince minutos de película arruinan el resto gracias a un capricho (que podríamos adjudicar a las mañas de un actor) donde se estira el lamento y se recurre a un recurso de esos que arrojan todo por la borda. Pero bueno, si alguna vez le perdonamos las campanas en el cielo a Lars Von Trier en Contra viento y marea, tampoco lo vamos a condenar a Denzel por este desliz oscarizable, un tipo querible.

Más ofensiva es la trampa que encubre la simpatía colorida de Talentos ocultos (Hidden figures) de Theodore Melfi, o cuando la corrección política ya apesta, telefilm donde los cerditos blancos se vuelven buenos y todos juntos celebran el éxito espacial americano. Es un buen ejercicio para desengañarse. Una cosa es ponerse en el lugar del otro y otra representarlo con una estética complaciente que neutraliza los verdaderos problemas más allá de tocarlos de oído, con la ya típica ideología fundada sobre el esfuerzo individual para lograr grandes metas (a pesar de que los obstáculos son terroríficos), total, los blancos te premiarán al final. La película de Melfi parece la puesta en escena de la estrategia Trump: los ilegales que hacen las cosas bien, no se preocupen, porque soy bueno. Los personajes de Costner y Dunst son eso, dos blanquitos rudos que después de exprimir a las protagonistas se vuelven nobles, y todos felices. El film está basado en hechos reales y la historia de estas tres mujeres negras y su labor en la NASA es admirable. Lo que perturba es la distorsión de una ficción que edulcora con un didactismo asqueroso la verdadera dimensión de las barreras sociales y culturales que tuvieron que afrontar. Las protagonistas son simpáticas y tienen una gracia única en la pantalla; el ritmo del film está calculado como para no distraer, pero el subtexto es escandaloso. El mismo título ya marca la segregación. Sólo rescato un plano por su carácter pandillero: el momento en que las chicas se van a comer a los inútiles programadores de IBM. Ojalá hubiera sido todo así.

Luz de luna (Moonlight) de Barry Jenkins es, acaso, la más honesta de las tres, una película que crece y levanta en la última media hora notablemente, sin que ello implique grandeza. Si hay algo que atenta en contra es su estética indie subrayada con todos los clisés posibles (el azulado color de gran parte de sus imágenes, la música omnipresente para matizar la tensa tranquilidad y la melancolía, y los infaltables mecanismos afectivos reparadores), sin embargo, eso no quita que contenga puntos interesantes. Para expresarlo concretamente, se trata de una historia fuerte que tiene como protagonista a un joven afroamericano inmerso en un duro contexto familiar como social. Dividida en tres partes según va creciendo, el film explora las dificultades para desarrollar su identidad sexual y para vencer los obstáculos de una vida hostil. El marco genérico que adopta Jenkins es el de los relatos de aprendizaje y para ello conjuga dos niveles muy bien ensamblados: el social (las arduas condiciones de vida de un niño al que le toca vivir en la hostilidad escolar como familiar) y el privado (su identidad sexual, el hecho de tener que lidiar con aceptar ser gay en un contexto denigrante). Lo que singulariza la mirada del director es su acercamiento poético, envolvente, donde los hechos no son atrapados por una rigurosa cronología. Se trata más bien de tres momentos en la vida de un personaje narrados con elipsis inteligentes y subtramas que se resuelven sin perder de vista al protagonista y a su cerrado universo emocional. Chirón se llama y le dicen “pequeño”. En medio de una persecución en la que huye de tres compañeros del colegio, refugiado en un antro de adictos conoce un dealer que lo adopta prácticamente. De ese modo, el niño alterna entre su fatídico hogar cuya madre es drogadicta y el cariño de Juan, su protector. Claro está nada será fácil ni la bondad llega para quedarse cuando la vida es particularmente dura y entonces Jenkins deja traslucir ciertas tesis sociológicas fundadas en la repetición cuando aborda la adultez del protagonista, sin embargo, guarda su mejor carta en una secuencia final. La parte menos interesante del film es la que vemos siempre; la potente, se basa en esa indeterminación que se hace carne en el protagonista y que conmueve legítimamente. Eso sí. Hay un milagro que no explica: cómo hizo la madre adicta al crack para conservar los dientes radiantes.

Y luego, están los géneros propiamente dichos y todo aquello que tienen para mostrar y decirnos con fórmulas vacuas, enunciados groseros y otras yerbas. Hasta el último hombre (Hacksaw ridge) de Mel Gibson activa la eterna discusión entre forma y contenido, imágenes e ideología. No hay forma de tomarse en serio a Gibson y no es un desprecio. Esto significa en mi caso considerarlo como un eficaz entretenimiento al estilo de los que se ofrecían en los inicios del cine de ficción (por ende podrían cobrar unos chelines en la entrada). Gibson es un demente al que le encanta el morbo por observar cuerpos y rostros mutilados en medio de una especie de cruzada religiosa con ribetes patrioteriles, y no le teme a la exageración y al ridículo. En la mirada del personaje recorriendo las heridas monstruosas hay una especie de regodeo sospechoso. También es un gran narrador y conocedor de la manipulación en su estado puro, de cómo funciona un género en su variante más adictiva. Miles de planos con efectos digitales, ralentizados, en busca de la trascendencia todo el tiempo abundan desfachatadamente (como si fuera una Leni Riefenstahl del Siglo XXI). ¿Ideológicamente? Sí, se cae a pedazos, pero sus subrayados no están tan lejos de otras películas vanagloriadas por la crítica (como el “correcto” telefilm Aquarius del que hiciéramos alusión más arriba). Atacarla únicamente por su ideología implicaría negar el ochenta por ciento de la historia del cine norteamericano, sin embargo, es extraño el consenso crítico ahora cuando lo mataban por La pasión de Cristo o Apocalypto, dos que estaban en la misma sintonía que ésta. A lo mejor se empiecen a emocionar con El patriota (cuyo protagonista es el mismo Gibson) como Aldo Rico. De todos modos, su pasión es contagiosa y aquellos que sostenemos que el cine es una enfermedad, la única enfermedad linda, asumimos el riesgo de quedar prendidos con films como éstos (reconociéndonos dentro del circo). Algunos lo llaman “placer culposo”.

En todo caso, prefiero la locura de Gibson al juego lacrimoso que propone Garth Davis en Un camino a casa (Lion), basada en una historia real (y remarcada en los créditos finales, como si el peso de la verdad ayudara a sostener a una película). Hay una sentencia que pega fuerte entre los comentarios cinéfilos y que involucra también a ciertos géneros: es más fácil hacer llorar que reír. Si uno se atiene al derrotero que propone la historia, es difícil no involucrarse y entregarse al juego de las lágrimas que su argumento propone. Y no hay por qué sentirse culpable. Sin embargo, se puede ir más lejos, tomar la distancia necesaria (que se borra durante la proyección) y atender a ciertos mecanismos que, en todo caso, incitan a que el recuerdo se disipe rápidamente. Y no hay que ser masoquista para ello; sólo atender a cómo opera la industria en los relatos que construye. El protagonista es Saroo, un niño que se pierde en un lugar en la India y luego es adoptado por una familia australiana. El film se divide en dos partes y en la primera desarrolla el riesgoso itinerario que afronta el chiquito extraviado con todos los recursos posibles para explotar la fotogenia de su rostro y, al mismo tiempo, transferir su dolor al espectador. En la segunda concentrará su atención en la obsesiva búsqueda del ya adulto protagonista. El problema no está en el tema sino en su tratamiento. La estética de Davis adopta un modo de representación más publicitario que otra cosa, más cerca de la decoración occidental que del acercamiento estético a una realidad que le es ajena. El marco, terrible por naturaleza, que atraviesa el niño es el de un Oliver Twist edulcorado por ralentis y espejos de colores, una postal occidental bien pensante para digerir el dolor, pero al mismo tiempo, para evidenciar la ignorancia en la representación de ese otro que me es culturalmente diferente. Lateralmente se dirimen algunas cuestiones interesantes tales como la búsqueda de identidad en los tiempos que corren y la dificultad de lo que implica una adopción por parte de familias ricas (como si fueran muñequitos exóticos los niños que vienen de otros lados, una pose reconocible en el mundo del espectáculo de alto voltaje). Sin embargo, quedan en un segundo plano ante la manía por el regodeo sentimental. En esta parte los invitados de lujo serán los golpes bajos, como si nos chantaran un “si querés llorar, llorá” sin ningún pudor. Y si el cine, entre tantas otras cosas, es un refugio catártico, bienvenido sea entonces para los que deseen participar del juego. Los cálculos sirven también para triunfar.

La llegada (Arrival) de Denis Villeneuve es otro de los bodrios con aires de trascendencia. Si nos pareciera excesiva la cantidad de nominaciones a mejor película (a diferencia de otras épocas), este film sería el relleno de la empanada que quedó. El canadiense Villeneuve ya había hecho varios bodoques, entre ellos El hombre duplicado y ahí ya se notaba el pastiche de citas y el aire de importancia para una historia trillada como vacía. Acá vuelve a meter en la misma sopa cuarenta referencias que van desde E.T. hasta Encuentros cercanos del tercer tipo, pasando por Señales, rozando el disparate de un Marcianos al ataque invertido y regocijándose en el peor cine de Terrence Malick. Villeneuve adopta la cáscara de la ciencia ficción para empobrecer al género, para bañarlo de dosis de New Age y regodearse en poses calculadas de un formalismo vacuo. Resulta que doce naves extraterrestres con apariencia de cascarón llegan a la tierra a puntos específicos que los científicos no pueden desentrañar. Las hipótesis sobre por qué eligieron esos lugares demuestran el grado de disparate constante en el que incurre el guión (entre ellas se baraja la posibilidad de que en esos lugares Sheena Easton obtuvo el primer lugar en los charts ¡¡¡¡en 1980!!!!). Amy Adams hace de una mujer lingüista (con trauma de por medio) a la que contratan para establecer comunicación. La manera en que lo hace es otra pose ridícula, un encuentro que tiene poca gracia. Los marcianos están representados en una cápsula y son como unas enormes manos amorfas. Y la verdad es que si el director hubiera elegido el camino del disparate, la cosa habría funcionado, pero elige en cambio el sendero de la trascendencia al ligar aspectos de esa comunicación con la vida de la protagonista y entonces todo cae en el pozo de la importancia que tan grandes resultados le da al cine académico. La primera parte seduce con sus efectos de sonido y sus planos calculados, con las dudas de la protagonista y el desconcierto que siempre genera en pantalla la presencia de los extraterrestres; la segunda es un tobogán de pavadas donde afloran los típicos ideologemas yankees acerca de la maldad de los rusos y los chinos frente a la intervención estadounidense para salvar a la humanidad. Obviamente ya aparecieron los defensores del buen gusto alardeando sobre los “grandes” temas que aparecen (“una bella reflexión sobre el encuentro con otras vidas”, entre otras sentencias que clausuran cualquier análisis). Yo sugiero que volvamos al dedito de E.T. antes que tomar contacto con los siete dedos de estos bichos sin gracia. Pero que cada cual saque sus conclusiones.

Por último, la gran candidata. Más por el deseo de los que escribieron con tanto entusiasmo que por los méritos mismos del film. Pero no es la mejor. Tiene ese “no sé qué” de los musicales que parece cautivar a la mayoría. ¿Será que ciertos antídotos funcionan mejor contra la crisis? Puede ser. De hecho, los musicales siempre aspiraron a reflotar un optimismo perdido ante quiebres económicos o períodos de desesperanza a causa de guerras y otras decepciones. La película de Chazelle ofrece un cristal de colores en su primera parte, donde los números ocupan gran parte del metraje, y luego cae progresivamente en un pozo donde los sueños de grandeza y las pasiones personales, si no se hacen trizas, se apagan. La La Land no es Cantando bajo la lluvia ni Brindis para el amor y menos Golpe al corazón (otro título citado), la pesadilla que casi aparta a Coppola del cine para siempre. A propósito, en su momento una feroz crítica de Pauline Kael apuntaba que era una película que no venía del corazón sino del laboratorio. Con el paso de los años, creo que es un mote injusto aunque bien podría servir para apaciguar el fervor crítico que despierta hoy La La Land, víctima de una desmedida elevación a esferas que pasado un tiempo pocos recordarán. Esto no la hace una mala película ni mucho menos, pero sí deja entrever de qué manera funcionan los bombos mediáticos. La puesta en escena y los movimientos de cámara en el planeamiento coreográfico de los números ostentan prodigio más que contenido, como si el virtuosismo estuviera por delante (del mismo modo que en su film anterior, Wishplash, donde la tortura oficiaba como camino para alcanzar la trascendencia), y este defecto se compensa, en todo caso, con la fotogenia de Emma Stone y su encanto (no voy a hablar de Gosling al que no aguanto, pero es personal). El resultado: da la sensación de que es un film concebido desde la industria para promover la carrera de su director, una especie de operación marketinera de esas que ensalzan figuritas que de vez en cuando disimulen el estado terminal de una industria abatida por las series de TV y plagada de remakes, superhéroes multiplicados por mil. Ah, sí, ya sé, que la mirada sobre el sueño en Hollywood y bla bla bla. Me quedo mil y una veces con El crepúsculo de los dioses de Wilder y con El camino de los sueños de Lynch. Y no es porque todo tiempo pasado fue mejor, sino porque son infinitamente mejores que ésta y menos promocionadas. Por lo pronto, veremos esta noche qué nos depara el destino con una nueva ceremonia.

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