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Kill Bill, la venganza: Volumen I (2003)


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Tarantino y sus mujeres

Por Rodrigo Seijas

(@fancinemamdq)

El cine de Quentin Tarantino se ha ido convirtiendo en el vehículo principal –sino el único- por el cual un conjunto bastante heterogéneo de espectadores accede a géneros y subgéneros que de otra manera nunca tendría en cuenta, por prejuicio, ignorancia o desdén, o todo eso junto. Para dejarlo bien claro: hay mucha gente que lo único que vieron perteneciente al cine de artes marciales fueron los dos volúmenes Kill Bill, la venganza y jamás pensarían en atreverse a mirar “una de Bruce Lee”. Y el mismo razonamiento se puede aplicar para Bastardos sin gloria y el cine bélico, o Django sin cadenas y el western. Es un poco lamentable, pero también cierto, e indica cómo en muchos aspectos la filmografía de Tarantino se puede pensar a partir de su público y cómo lo interpela, lo forma, lo moldea. A su manera, Tarantino es un showman/presentador/docente que introduce al espectador una selección de conocimientos cinematográficos hábilmente desplegados.

El tema es cuánto peso de este aspecto de la personalidad de Tarantino tiene en sus sucesivas películas y cuánto el de ese narrador preocupado por contar una historia de la mejor manera posible, con personajes con real espesor. Kill Bill, la venganza: Volumen I es un film donde ambas vertientes se ponen en tensión y, aunque el Tarantino enciclopédico se deja ver, y mucho, lo termina haciendo en función de ese relato de venganza y violencia desatada, de lealtades rotas y, esencialmente de maternidad perdida. El film entrega todo la pirotecnia audiovisual que podría esperarse del cineasta: las escenas de lucha perfectamente coreografiadas; la banda sonora que es un personaje más y está destinada a trascender la película para servir de soporte a otros medios; los guiños culturales de todo tipo; la multiplicidad de tonos y estéticas combinados como si fuera una batidora; la narración episódica que insinúa que Tarantino construye sus historias alrededor de grandes secuencias-eventos; las idas y vueltas en el tiempo; los diálogos que son diseños en sí mismos y que van a ser citados por futuras generaciones de espectadores; los planos y movimientos que muestran una planificación extrema.

Pero hay mucho más en Kill Bill, la venganza: Volumen I y ese mucho más nace de lo femenino. Hay un hilo invisible que arrastra al espectador y no está conformado sólo por el trayecto de La Novia –Uma Thurman en la que es innegablemente la actuación de su vida-. En esta película Tarantino consolida lo que ya venía insinuando en Triple traición y entrega personajes femeninos de indudable solidez, que son capaces de dejar asentadas sus huellas en universos normalmente asociados a lo masculino. Si La Novia que encarna Uma Thurman es alguien que quiso escapar de su identidad, el precio que pagó fue inmenso y la única manera de recomponerse es retomar sus habituales métodos para obtener revancha; O-Ren Ishii rivaliza en importancia al hacerse cargo de sus orígenes y utilizarlos como impulso para lograr sus ambiciones, y encima tiene como leales cómplices a Sofie Fatale (estupenda Julie Dreyfus) y Gogo Yubari. Hasta personajes como Elle Driver -tan caprichosa como leal, y aún así coherente en sus conductas- y Vernita Green –otra mujer que quiere dejar atrás su profesión como asesina a sueldo pero ese deseo se revela como infructuoso- tienen sus breves espacios de lucimiento. Estamos hablando de mujeres con un pasado y un presente, seres que necesitan de la figura masculina –paternalmente, amorosamente, o directamente como enemigo-, pero que a la vez buscan emprender sus propios caminos.

En contraste, Kill Bill, la venganza: Volumen I casi que no se interesa por los hombres: son seres despreciables y descartables, como el enfermero dueño del Pussy Wagon; víctimas circunstanciales de las mujeres (ni siquiera el jefe mafioso y pedófilo al cual asesina O-ren Ishii alcanza a tener peso); o son apenas insinuaciones, prefiguraciones de individuos que todavía aguardan para mostrarse verdaderamente, como Bill y su hermano. Los únicos que adquieren real importancia dentro de la trama son Hattori Hanzo y Johnny Mo, y son en verdad delineados desde la perspectiva de La Novia, comportándose como una pareja en crisis permanente pero que tampoco pueden vivir el uno sin el otro. Esto forma parte de una decisión muy consciente de Tarantino, que posterga presentaciones más relevantes y no termina de tener incidencia, aunque sí la tendría en el Vol. 2 (y no precisamente la mejor).

Kill Bill, la venganza: Volumen I no es una película que marque un cambio sideral en la filmografía de Tarantino, pero sí es la que muestra a un realizador totalmente consciente de su propia iconicidad, que iba de la mano de su vínculo casi simbiótico con el estudio Miramax y su jefe Harvey Weinstein. Por algo uno de los tag lines con que se hacía propaganda del film era simplemente “La cuarta película de Quentin Tarantino”; y hasta se permitía cambiar el producto prometido inicialmente, dividiendo el film en dos volúmenes –algo que no generó ningún cuestionamiento-. Tarantino ya era una marca en sí mismo: él lo sabía y Weinstein lo sabía, y entre ambos se animaban a pedirle al público que extendiera su devoción, anticipando métodos luego aplicados en sagas masivas como Harry Potter y Los Juegos del Hambre. En eso, Kill Bill, la venganza: Volumen I –gran relato en sí mismo, una épica de sangre, sudor y lágrimas cuyo último plano nos dejaba con el corazón en la boca- es un film de época, que se alimentaba del pasado para crear su propio presente y anticipar un futuro no muy lejano.

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