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Apetito por la destrucción

Por Guillermo Colantonio

(@guillermocola)

big bussinesHay un viejo chiste que dice “no es lo mismo un pelo en la cabeza que en la sopa”. La primera opción nos introduce en el terreno de la desgracia, como bien expresara el Negro Fontanarrosa, cuando decía que la verdadera tragedia no era exclusiva de los griegos y la atribuía a la calvicie humana. La segunda opción da lugar para la comedia. Es decir, podría ser el motor de cualquier situación graciosa vinculada con el horizonte gastronómico. Cambiemos los objetos. Pensemos por ejemplo en un ave. El autor alemán Patrick Süskind publica su modesta novela La paloma en 1987. La acción se ubica en París, en la década del ochenta. El protagonista es un hombre mayor que lleva una vida alejada de sucesos destacables y elige eludir los acontecimientos importantes. Es su antídoto ante un pasado doloroso. Un día, la inesperada presencia de una paloma en el pasillo que precede a la puerta de su departamento le cambia la rutina y lo mantiene en vilo. Esta escena, que se prolongará durante la ficción, ha sido la excusa para ríos de tinta que vieron en ella el ejemplo perfecto del héroe postmoderno, en una época en la que si alguien respiraba ya era un síntoma de angustia. Primera presunción: una escena dramática, aún en un estado de inacción y banalidad absoluta, puede ser analizada hasta el hartazgo sin temor a la barbaridad. Es una modalidad que justificará alegatos filosóficos, psicoanalíticos, sociológicos, sin ningún pudor, independientemente de la pertinencia y relevancia de su objeto de reflexión. El exceso de interpretación es una marca registrada del Siglo XX.

No suele ocurrir lo mismo con una comedia. La irrupción de una paloma, por ejemplo, significará la intromisión de un elemento perturbador sin necesidad de elucubrar teorías que la justifiquen. Stardust memories es una película de Woody Allen de 1980, o la manera en que el director neoyorquino homenajea al Fellini de Ocho y medio de 1963 (la angustia de la influencia, diría Harold Bloom). El protagonista se llama Sandy Bates, un cineasta que lleva mucho tiempo dedicado al cine cómico y ni fans ni productores le permiten el cambio de registro. En un momento ingresa una paloma a su departamento pero contrariamente al héroe (o antihéroe, “nunca se sabrá cómo decirlo”, sentenciaría Borges) de Süskind, perdido en su inmovilidad, toma un matafuegos y comienza a seguirla. En el camino, altera todo el entorno, incluida su mujer. Su respuesta ha sido la destrucción. No hace falta entrar en disquisiciones académicas para corroborar que ese espíritu libre y destructor de la comedia es un fuerte aliciente para querer a este género, vapuleado unas veces y subvalorado otras. Segunda presunción: una escena cómica no exige necesariamente un análisis riguroso y profundo y sin embargo, puede ser mucho más sintomática del malestar de una cultura sin perder ni negociar su espíritu anárquico. Eso sí, hay que ver quién se anima a consagrar numerosas páginas para demostrarlo sin miedo a la burla de aquellos abocados a los “dramas serios”.

La introducción del caos es el fundamento de su naturaleza subversiva en la comedia y si uno de los motores básicos es la embestida, esta puede ir hasta las últimas consecuencias. Si hay un ejemplo que puede tomarse para demostrar lo anterior es Big business de 1929, dirigido por Leo McCarey y James Horne, y protagonizado por la extraordinaria dupla de Laurel & Hardy. Se trata de uno de sus cortos más anárquicos y divertidos de la etapa silente.

No puede dejarse de lado la importancia decisiva de los productores en esta época. En este caso, Hal Roach, el principal rival de Sennett. Si para este el ritmo desenfrenado debía constituir el clímax, para Roach se trataba del ritmo lento, de la meditada repetición, que conduce inevitablemente a la catástrofe como fatalidad inevitable. Para ello, sentó las bases de lo que implicaría el concepto de pareja cómica, fundada sobre la base del contraste físico y las relaciones de dominio, procedentes de las figuras circenses del augusto y del clown. No obstante, Roach supo evitar el maniqueísmo al que tienden este tipo de vínculos y, en todo caso, supo disfrazarlo inteligentemente. No son pues Laurel y Hardy el tonto y el listo en el sentido tradicional. La arrogancia de Hardy es el disfraz de su cobardía, mientras que el despiste de Laurel el de su rebeldía. A ellos no se les viene el mundo abajo como a otros cómicos, sino que son ellos los que lo echan abajo. La minuciosidad con la que preparan todo, las repeticiones fallidas con la que fracasan les son exclusivas.

Oliver construye un personaje que soporta con poca resignación su condición de vapuleado por la torpeza de Stan. No tiene capacidad para ser feliz ni en ocasiones para amar, dejando que el espectador sienta lástima siempre por su compañero. El estilo de comedia era simple, con carreras, muchos tortazos y ninguna palabra malsonante. Lo suyo era trabajar la hipérbole como recurso, es decir, exagerar situaciones de la vida cotidiana hasta que se transformen en un disparate total, tal como puede verse en Big business. Se trata de una loca progresión de venganza y destrucción en aumento. El gordo y el flaco son vendedores de árboles de navidad sin mucho éxito hasta que se topan con un tipo que los sobra, no les quiere comprar y a partir de ahí la escalada de golpes es imparable. No hay margen para la ley. Rompen todo; todos se golpean contra todos en un delirante crecimiento del ritmo y de la intensidad destructiva. Nadie, hasta entonces, había dedicado tanto tiempo a la construcción de un gag. Como sostiene Osvaldo Soriano en Artistas, locos y criminales, “cada vez que terminaban una escena, a su alrededor flotaba el desastre. Casas y autos eran destruidos, los policías violados, los matrimonios traicionados. ¿Y el american way of life? Tal vez Stan no haya querido provocar esos cataclismos en la sociedad, pero todas las películas que creó los contenían como si la anarquía fuera su manera de expresar una sociedad despiadada”. En efecto, todo concluye en un llanto colectivo que tal vez anticipe la gran depresión americana. Y si bien lo que ocurre nos invita a asociarlo al declive económico de entonces, nunca la interpretación estará por encima del apetito por la destrucción que manifiesta el caótico film. Esto es algo que hay que agradecer a las mejores comedias: jamás perderán frescura, libertad, anarquía y subversión.

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