Por Daniel Cholakian
Esta última crónica podría ser una pacífica despedida. Pero ocurre que este fantasma evidentemente ha estado cruzado con la realidad y con la mirada canónica. Esto en sí mismo no es bueno, no soy un polemista que pretende ser reconocido como tal y menos aún instalar mi propio canon.
Una sensación muy molesta y que no es nueva para mí, es la complicidad estética, política y económica que el BAFICI tiene con el insustancial (cuanto menos) Jim Finn, un paseador sostenido por fundaciones, festivales y otras ONG, que filma mal, tontamente y sin ningún tipo de reflexión crítica. Finn, un tipo que debe considerarse un crítico de izquierda, un anarquista moderno, un revolucionario del siglo XXI, realizó en esta ocasión un documental que no es más que un largo reportaje a Franz Hinkelammert, un teólogo alemán que vive desde hace 50 años en América Latina, y que es parte de la Teología de la liberación. En una larga conversación que mucha veces se pierde, a veces por lo difícil que es comprender los cruces entre mitología, utopía, anti utopía, pensamiento crítico, capitalismo y marxismo que hace Hinkelammert en un castellano a tirones, a veces por las contradicciones que guarda su propio discurso, Finn no produce ningún hecho cinematográfico. Todo se resume insertar imágenes en un montaje paralelo de muy dudosa inteligencia o pertinencia. Así cuando el orador dice comunismo, aparecen imágenes de Breznev o China, y cuando habla de la teología de la liberación (sin relación en construcción significante alguna), imágenes de centros clandestinos de detención argentinos. El BAFICI pone plata para esto, lo trae todos los años y el tipo, un inútil marca cañón, debe seguir creyendo que es un genio indispensable para transformar el mundo. Hinkelammert es una persona reconocida en ámbitos del pensamiento crítico -aunque confunde conceptos, como por ejemplo sostener que el marxismo tiene un origen mítico- sin embargo aquí su discurso se pierde en una maraña, que más que una película es el pasaporte de Finn para pasear un poco por el tercer mundo.
Sorprendido, más que molesto, por el premio UNICEF otorgado a la muy mala película A place of her own. En realidad esta obra de Sigal Emanuel no es siquiera una película. Es claramente un documental televisivo. Si lo que se pretende premiar es la historia de un personaje en conflicto, la historia de Reut, la joven cuya vida fue registrada por la directora, puede tener algún interés. El principal es el modo en que la historia de la joven mujer desnuda la pobreza y la exclusión en una sociedad que se pretende moderna, justa e igualitaria como la israelí. La contradicción de aquel estado que puede quitarle sin más el hijo a una mujer desamparada al día de nacer, para dárselo a otra familia de crianza, pero no puede garantizarle a esa mujer condiciones dignas para la producción material de su vida y sus hijos, es el punto nodal de la película. Sin embargo Emanuel prefiere contar todo en clave de melodrama abusando de los planos cortos híper motivados o puntuaciones musicales en los momentos que el espectador debiera emocionarse. Una película que podría haberse obviado en el festival sin correr ningún riesgo y que para nuestra sorpresa (al menos tres colegas que opinamos de un modo similar) fue premiada.
Pero una de las grandes premiadas del festival fue Papirosen de Gastón Solnicki. No creo correcto desde mi particular análisis puntuar como se hace tradicionalmente a esta película, ni dar cuenta de su contenido o trama. No importa si uno puede o no reírse con alguna situación de las expuestas o angustiarse con alguno de los personajes. Me parece que el procedimiento elegido por el realizador, filmar durante años las situaciones privadas de su familia y exponer momentos conflictivos de todos ellos, organizando el film circularmente a propósito de la historia familiar vinculada al holocausto, no es sino un registro perverso, que se convierte en narcicismo puro al ser expuesto en forma de film. No hay aquí material encontrado ni reconstrucción de lo fue visible, de modo que ese universo personal puede proyectarse a lo social. Aquí hay un realizador omnipresente, un punto de vista que juzga constantemente y una construcción del otro siempre sesgada. Lejos está Solnicki de constituir un “punto de vista invisible” como se señala en el catálogo del festival. Hay aquí una puesta en escena de la propia familia (con o sin complicidad de los propios protagonistas) y un montaje claramente especulativo. El resto son espejitos de colores. Solnicki pone en juego aquí sus propias cuestiones narcisistas y con ello no alcanza para hacer cine.