Por Rodrigo Seijas
El año pasado la Academia había corrido algunos riesgos (bueno, tampoco es que saltó por la ventana), premiando por primera vez a una mujer en la categoría de director, consagrando a un filme poco considerado por el público como Vivir al límite, y reconociendo nuevamente en James Cameron a un puntal de la técnica visual y narrativa.
Pero parece que este año decidieron irse a dormir la siesta. Y la siesta desembocó en pesadilla conceptual, con resultados en algunos casos indignantes. Para dejarlo en claro: la Academia apostó a fórmulas fáciles en todas las categorías principales. El año en que tuvimos a un filme generacional por excelencia, como Red social –con un estupendo trabajo de puesta en escena y narración por parte de David Fincher-, y que Pixar no sólo alcanzó la cumbre de su creatividad, sino que entregó, como bien supo decir Mex Faliero, “la primera obra maestra del Siglo XXI”, la Academia decide atrasar aproximadamente unos setenta años.
Vayamos por partes, hasta desembocar en las conclusiones apropiadas. Para eso, voy a basarme en ciertos casos en opiniones ajenas, pero en las cuales tengo confianza, como para estar casi seguro de que voy a coincidir.
Los galardones a Mejor Actriz y Mejor Actor de Reparto para Melissa Leo y Christian Bale son reconocimientos a actuaciones de “método”, con las “emociones a flor de piel”, con mucho grito y exageración, de impacto fácil. Son supuestas performances “comprometidas”, más vinculadas con el mundo teatral que con el cinematográfico, de dos intérpretes que pueden y han dado mucho más. Mark Ruffalo o Geoffrey Rush por un lado, y Hailee Steinfeld o Amy Adams merecían mejor suerte.
Algo parecido se puede detectar en los premios para Natalie Portman y Colin Firth, como Mejor Actriz y Mejor Actor. Sus interpretaciones parecen tener puesto el cartel “quiero ganar el Oscar”. Son el tipo de interpretaciones esforzadas, que inevitablemente obtienen reconocimiento, que seguramente sean recordadas por el gran público, pero que en verdad no construyen actores.
Y aunque parecía que la noche se inclinaba a favor de Red social, gracias a la obtención de los premios a Mejor Guión Adaptado y Montaje, ya se presumía cierta mediocridad al otorgarle a El discurso del rey el laurel a Mejor Guión Original.
Pero lo peor vino sobre el final. David Fincher se merecía claramente el Oscar a Mejor Director, no sólo por su labor en esta película, sino incluso como reconocimiento a una trayectoria que le ha aportado varios filmes referentes a Hollywood, como Pecados capitales o El club de la pelea -digo esto último sin ser precisamente un fanático del realizador de Zodíaco-. Incluso se podía pensar en alternativas más polémicas, como Darren Aronofsky, David O. Russell o incluso Christopher Nolan (que ni siquiera estaba nominado), con las que se podía disentir pero que indudablemente hubieran significado tomas de posiciones estilísticas. En vez de eso, se eligió el trabajo chato, impersonal, casi televisivo de Tom Hooper, un director británico al que no se le cae una idea original en todo el metraje de El discurso del rey y que hace recordar la legendaria frase de Truffaut: “cine e inglés son dos términos incompatibles”. Por suerte, Inglaterra tiene a Joe Wright como esperanza a futuro, aunque no haya sido reconocido apropiadamente por sus notables labores en Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado.
Después de eso, era previsible la consagración final de una película tan inofensiva como irrelevante, correctísima hasta la frialdad total en su concepción y que ni siquiera inspira profundamente a pesar de estar basada en un hecho real al cual desvirtúa a su conveniencia. En contraste quedan el rigor y la precisión de Red social, y la fantasía desplegada en toda su potente dulzura de Toy Story 3. A pesar de que en otros tiempos supo hacerse cargo del contexto, este año la Academia se reveló, valga la redundancia, como academicista, aislada y conservadora, a pesar de su pretendida corrección política. Hasta la ceremonia -donde un tipo con gran talento para la comedia, como James Franco, se mostró desabrido y contenido hasta la irritación-, con su carencia de momentos de interés (algo que no se pudo decir de la entrega de los Globos de Oro, con un Ricky Gervais al tope de su creatividad y falta de pruritos), se contagió de estos factores. Una edición de esas que nos advierten sobre cómo hasta nuestras mínimas expectativas pueden ser totalmente falsas.