Por Rodrigo Seijas
Aclaro por las dudas que en la crónica del viernes 9, cuando me refería a que no habrá tercera película de Filippelli para mí, significa que sólo vi dos de él hasta ahora, lo cual me parece que me basta y me sobra. En verdad, el director de Secuestro y muerte ya tiene siete largos en su haber, además de cuatro cortos y un par de telefilms. Agradezco a Daniel Cholakian, quien me llamó la atención con respecto al asunto (es un tipo muy detallista, debe ser porque es viejo, perdón, quise decir maduro e inteligente).
Concentrándose en lo que fue este día, debo decir que comenzó con el filme español La mujer sin piano, de Javier Rebollo, que cuenta la historia de una depiladora que va acumulando cansancio y frustración con su rutina, hasta que una noche deja a su marido durmiendo, tomando una valija y preparándose para iniciar un viaje a cualquier parte. En el medio tendrá algunas complicaciones, todo parecerá conspirar para que ella no pueda hacer lo que desea. Sin embargo, con todos los planetas alineados en contra suya, conocerá algunas personas y se verá inmersa en situaciones que le permitirán explicitar sus frustraciones y miedos. Lo que parece un argumento un tanto edificante, por obra de Rebollo es ameno y complejo a la vez, en base a un manejo de la banda sonora fuera de lo común, a contramano de las acciones; actuaciones en las que las emociones de los personajes van por dentro; y una puesta en escena seca y despojada, que privilegia el poder del tiempo y el volumen del espacio. Un filme con algunas lagunas –una secuencia con unos jóvenes que se ponen muy pesados con la protagonista es particularmente descartable- pero aún así altamente estimable.
Al mediodía, fui a ver, por sugerencia de Daniel, La bocca del lupo, una especie de elegía de Génova, donde se evoca permanentemente lo perdido, lo que ya no está, lo arrasado, para convocar a la parte más marginal, espectral y desconocida de la ciudad. Por momentos con este abordaje se pasa de rosca: a pesar de los hallazgos en el montaje y en la combinación de colores, hay una fuerte dispersión. Sólo cuando se concentra en una pareja de criminales que construyen una gran historia de amor, el filme adquiere focalización, potencia y trascendencia. Digamos que el balance general es bastante desparejo.
Como tuve un pequeño lío con los horarios, no podía asistir a la proyección nocturna de Ocio, ópera prima de Alejandro Lingenti -codirigida con Juan Villegas- , con lo cual opté por ver aunque sea un pedazo en la videoteca, a pesar de mis pobres oídos, snif, snif. Durante los cuarenta minutos que vi me ganó la indiferencia. No sentía ningún tipo de empatía con los personajes y el curso de las acciones no me interesó. Espero que haya sido sólo el cansancio, porque Lingenti es un crítico con textos y puntos de vista atendibles, y los dos filmes anteriores de Villegas, Sábado y Los suicidas, a pesar de sus respectivas fallas –más el segundo que el primero- no dejaban de ser sumamente interesantes.
Había una sección del festival a la cual le estaba fallando ostensiblemente, y ésa era el Baficito. Yo, que me la doy de tan infantil infantiloide, de “quiero tanto a los chicos” (pero no al estilo Michael Jackson), de ser sensible que llora con ET, no había asistido a ninguna proyección en las ediciones anteriores. Decidí llamarme a la coherencia y tuve una pequeña recompensa. Primero vi el corto argentino El camino de la luz, con voz de Alejandro Nagy, extremadamente ambicioso en su discurso aunque esto no lo complementa debidamente con el trabajo en la animación. Hay cierta autoconciencia productiva referida a la construcción del relato y su héroe, pero las piezas no acaban de ajustar acertadamente. El largo danés proyectado a continuación, Twigson (Ramita sería traducido al español, o al menos eso era lo que indicaban los subtítulos), tiene un arranque flojo, con una música demasiado elemental e invasiva. Pero en cuanto va desarrollando su trama –un niño recién mudado a un pueblo con su familia, que descubre a una especie de amigo imaginario, que es nada más y nada menos que una rama viva, con toda una personalidad- engancha al espectador y no lo suelta. Apunta claramente al público más pequeño, menor de diez años, con las herramientas correctas: personajes bien delineados, una utilización provechosa de los efectos especiales, respeto por lo que se está contando y hasta un tono disparatado en algunas secuencias que da en el blanco. Sus setenta y cinco minutos no le permiten cerrar algunos baches en el relato, pero eso no le quita la valentía para tratar temas como los lazos familiares, la amistad, el amor, la soledad y el poder de la imaginación, poniéndose a la altura de los más chicos, sin subestimarlos.
Terminé mi día viendo una obra teatral, escrita y dirigida por mi profesor de teatro Julio Molina. Se llama La imagen fue un fusil llorando, basada en textos de Roberto Arlt, y no está nada mal. Mucho más no me voy a explayar, porque esto es una página de cine, y a muchos cinéfilos consideran al teatro El Enemigo. ¡Banzaiiiii!!!