
Título original: Yeohaengjaui Pilyo // Origen: Corea del Sur // Dirección: Hong Sang-soo // Guión: Hong Sang-soo // Intérpretes: Isabelle Huppert, Lee Hye-yeong, Kwon Hae-hyo, Jo Yoon-Hee, Ha Seong-guk, Kim Seung-yun, Cho Yun-hee // Fotografía: Hong Sang-soo // Montaje: Hong Sang-soo // Música: Hong Sang-soo // Duración: 90 minutos // Año: 2024 //
7 puntos
DE VIAJES, MISTERIOS Y POESÍA
Por Guillermo Colantonio
Como suele ocurrir en varias películas de Hong Sang-soo, los personajes irrumpen en los primeros encuadres. Poco sabemos de ellos y, apenas unos minutos después, comienzan a vincularse con algún otro, sea por azar o porque ya forman parte de sus vidas. Un punto clave de su poética es la impronta literaria/teatral, que organiza los relatos en secuencias o capítulos. Eso también se advierte en la manera en que dispone el punto de vista de la cámara, como si estuviera situada en la platea. Primero están los espacios; después llegan las criaturas (no sabemos bien de dónde, y mucho menos de su pasado, salvo por algunos indicios que servirán para el presente: ese tiempo privilegiado, eterno e inaprensible a la vez).
En La viajera, Isabelle Huppert es Iris: está en Corea del Sur y enseña francés con un método muy particular. Sus clases son excusas para desplegar conversaciones, para propiciar pequeños encuentros en los que asoman intimidades. El método del realizador siempre parte de observaciones microscópicas que dejan fuera de campo los asuntos más importantes. En ese devenir cristalino de acontecimientos minúsculos en apariencia, a través de la transparencia de sus imágenes, surge la poesía repartida en lo cotidiano.
Se trata de convertir un viaje en otra experiencia, de abrirse al misterio y de plantear situaciones despojadas tanto de la lógica turística como de la imagen de un país asfixiado por la tecnología. El mundo de Hong es sencillo: sus criaturas dialogan serenamente, más allá de las tensiones que puedan aparecer. Cada momento se asemeja a una viñeta en términos de puesta en escena, a un tablero que alterna entre uno, dos o tres personajes. Es un cine cada vez más concentrado en ese formato: breves lapsos temporales y largos períodos de observación.
La lengua, la traducción y la enseñanza del francés son modos que atraviesan la experiencia, como también lo hacen los sujetos, siempre en tránsito, con existencias elásticas. Entre ellos, Iris, que parece flotar con sus pasos, atravesada por el asombro de lo que la rodea, como si esa tierra le hubiera pertenecido en otra encarnación. Su percepción y su curiosidad son homologables al estado mismo de la película, regida por la simplicidad y el misterio.
La conversación continúa siendo la piedra angular, aunque en esta película, particularmente, los silencios resultan decisivos. La gestualidad de Huppert instala un halo de extrañamiento sobre su condición, como si encarnara a una marciana que desembarca en Corea para observar y tomar nota de sus costumbres. Pero ¿cuál es la verdadera sustancia de la conversación? Siempre queda fuera de campo. Al mismo tiempo, un rasgo de comicidad ligera se sostiene en su caminar, cercano al andar chaplinesco.
Y en medio de esta sucesión de cuadros se despliegan las historias: la de Iris con sus alumnos, la de Iris con los poemas inscriptos en monumentos y la de Iris con un joven coreano con el que convive, relación que se verá amenazada por la irrupción de la madre. Cada momento combina naturalidad e incomodidad, sin caer nunca en la estridencia. El alcohol y los cigarrillos ocupan un lugar central: son lo que desata el nudo de los actos cotidianos, lo que revela la dimensión triangular de las relaciones y, al mismo tiempo, lo que descorre un velo sobre ciertas conductas masculinas, en especial aquellas teñidas de infantilismo.
Murakami, en Kafka en la orilla (2002), hace decir a un personaje que los seres humanos sueñan, sus almas se escapan y se encuentran en algún lugar. Algo similar ocurre en Hong: sus personajes se encuentran sin que sepamos bien por qué, y apenas tenemos noticias de su pasado, como si todo funcionara por azar. Lo singular del director surcoreano es hacer parecer simple lo complejo. Iris es como Hong: filma, reúne personajes, enlaza hechos en el tiempo y en el espacio, arma un relato, pero siempre deja un margen para lo imprevisible. Y eso es un viaje, y eso es poesía.
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