Sigue la pelea por el Astor de Oro, hoy con la nacional La quinta de Silvina Schnicer y la armenia There was, there was not de Emily Mkrtichian.
–La quinta de Silvina Schnicer // 5 puntos
El cine de Lucrecia Martel, especialmente La ciénaga, instaló para el cine nacional una forma de representación de las clases medias acomodadas. Un poco en esa senda sigue este film de Schnicer, que registra los días de una familia en su casaquinta de un barrio cerrado, mientras empiezan a pasar algunas cosas extrañas que ponen en riesgo el coto familiar. Hay dos ejes que sigue el relato: uno (el más interesante) tiene que ver con un mundo infantil absorbiendo la miseria del mundo adulto y expulsándolo con un dejo de melancolía y fascinación por el horror. Como en una suerte de Cuenta conmigo en plan Nuevo Cine Argentina, La quinta cruza a estos chicos con un cadáver, que funciona como represión y miedo de las clases acomodadas. En el otro eje hay todo un mundo adulto que discute asuntos vinculados con la inseguridad, en unos diálogos tan artificiales como son algunos movimientos corporales de los intérpretes. Schnicer acierta en la generación de algunos climas y en la forma de registrar esa infancia (se nota la virtud de la puesta en escena), pero la película no puede evitar no decir algunas cosas, remarcarlas, mientras no se anima a tirarse del todo por el fantástico, algo que hubiera hecho las delicias de Shyamalan y hubiera puesto a la película en un plano de horror social que no termina de ser. Mex Faliero
–There was, there was not de Emily Mkrtichian // 6 puntos
Las historias de cuatro mujeres que viven en Artsaj, un territorio armenio añadido recientemente por Azerbaiyán y que ha sido asediado por constantes bombardeos, son el objeto de este documental que muestra un desgarrador retrato de las consecuencias de la guerra, al mismo tiempo que dignifica la labor de sus protagonistas. Su costado más vulnerable se funda en el hecho de acudir a una serie de recursos explotados constantemente en el universo audiovisual de las plataformas, esto es, matizar ciertos encuadres con música triste (como si la tristeza de las imágenes no alcanzaran para captar la dimensión del drama) o recurrir a explicaciones contextuales que no suman más que los aportes informativos de una enciclopedia virtual. Es loable, en cambio, el gesto de la cineasta por acompañar esos trayectos de vida con un montaje que condensa varios años con profundas transformaciones. Una candidata política, una deportista olímpica de judo, una activista que defiende los derechos de las mujeres y una madre soltera que ayuda a desactivar minas terrestres ven cómo sus proyectos se modifican abruptamente a causa de los estragos de la guerra. Y lo interesante es que el propio objetivo de la película debe cambiar también porque la cámara se vuelve testigo privilegiado para documentar el horror en directo. Esas zonas tienen un nervio más productivo y honesto si consideramos el valor del peso de lo real en el género. Historias de supervivencia, incluso, en la actualidad, cuando las mismas mujeres deberán rescatar a través de la tradición oral todo aquello que les fue arrebatado. Guillermo Colantonio
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