UNA MUJER QUE CAMINA
Por Guillermo Colantonio
Había una vez una mujer que caminaba, caminaba y caminaba. Y la hacían caminar, mucho. Tanto caminaba que se transformó en un ícono del cine moderno, una imagen a la altura de las intenciones de su marido, Michelangelo Antonioni, el llamado cronista del malestar urbano y un faro (no muchas veces evocado con justicia) para gran parte del cine contemporáneo. Su nombre, Monica Vitti. Sus señas particulares, mirada penetrante, sensual, sencillamente genial. Se ha ido una porción gigante de la historia del cine. Una musa.
En El eclipse (1962), la Vitti interpreta a Vittoria, la joven que rompe con Francisco Rabal y se mete luego, nada menos, que con Alain Delon. La película es la última parte de una trilogía consagrada a desentrañar una psicología burguesa con las contradicciones propias de una generación alejada de coyunturas políticas, y extraviada en un sospechoso silencio producto de la insatisfacción, cuya crisis reflejarían perfectamente autores como Cesare Pavese y Albert Camus. Y es en esta película donde los objetos, más que nunca, dicen más que los personajes. Al comienzo, un breve travelling sobre libros desemboca en el cuerpo y rostro adustos de Rabal. Inmediatamente, aparece la Vitti y sus dedos gozan de una delicadeza que contrasta con la del hombre. Ella tiene la ruptura resuelta. La separación es inevitable, pero son las cosas las que obstaculizan, interfieren en el encuadre, se amontonan para impedir el contacto. La acumulación tapa la frustración, otorga un goce momentáneo. Mientras, los cuerpos andan a la deriva por los ambientes, ocupan un espacio y parecen tener voz: un cenicero repleto de colillas es el anuncio del final de la pareja. Luego, algunas palabras confirmarán lo sabido.
Un breve lapso de libertad da paso al encuentro con Piero, joven y atractivo corredor de bolsa, y una mecha para la nueva relación. Sin embargo, el deseo, la pasión, nunca son equivalentes al ritmo narrativo. Antonioni se toma todo su tiempo para hacer lucir, en términos de Luigi Volta, la estética de los tiempos muertos. Como bien señala el crítico, la idea misma de movimiento, inherente a la práctica cinematográfica, parece negada por el director italiano. Y es su modo de expresar la fractura entre los seres humanos y el mundo, incluida la del amor, una ilusión que resulta un agobio. Mientras tanto, los objetos persisten, los tiempos muertos dominan la lógica de las imágenes y la descentralización del conflicto ocupa gran parte de la historia. No obstante, hay una fuerza inexpugnable, un misterio que nos pega a la pantalla. Y es Monica Vitti una de las razones, esa presencia insomne en cuyo rostro dibuja Antonioni la condición existencial de su clase, la que pareciera buscar adrede esas paredes que la separan de sus amantes, sin estallidos emocionales, más bien como despojamiento de cualquier veta trágica visible.
Y en El eclipse, ese cuerpo estará rodeado de objetos que dan forma a una arquitectura barroca que sirve para materializar el silencio, no como pose, sino como angustia que se siente en todo su espesor. Campo/contracampo siempre interrumpidos por cosas. El milagro económico ha activado el consumo, pero lo que se acumula ni por asomo suple aquello que perdura, la insatisfacción. De allí, que el centro de muchas escenas permanezca vacío y los personajes a un costado, procedimiento que halla su apoteosis al final, donde los amantes no se encuentran, pero el mundo continúa, los objetos permanecen.
En tiempos donde es un deporte borrar de un plumazo a ciertos directores, la atención maníaca de Antonioni en los sesenta y en los setenta necesita una urgente actualización. Su radiografía despiadada de clase, esa que inscribió en la Vitti, sin anular su sensualidad, no encuentra en el presente mucha inspiración. Mientras tanto, seguiré pasando un verano con Monica.
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