NOSOTROS Y LOS MIEDOS… A LA TECNOLOGÍA
Por Mex Faliero
Free Guy: tomando el control, el reciente estreno dirigido por Shawn Levy y protagonizado por Ryan Reynolds, pone de nuevo en primer plano el vínculo que tenemos con la tecnología. Si bien el cine ha sido desde siempre un catalizador de ese vínculo, de los 90’s para acá, con el influjo del CGI, la relación ha sido menos distante, de retroalimentación constante (ese miedo que ayer representaba la tecnología para el cine hoy lo escenifican mejor las redes sociales). Para el espectador esa retroalimentación está dada en la cualidad de las imágenes: hoy (en verdad desde hace un tiempo) cualquier imagen es posible y precisa menos explicación al espectador. Por eso que en Free Guy ese mundo de videojuegos que habitan los personajes casi que no requiere explicaciones a una platea que puede decodificar fácilmente la existencia de un espacio virtual, además de quiénes son los que lo habitan y cómo se da la transferencia de un lado al otro de la pantalla… o del monitor. Para que ese mundo hoy sea algo normalizado tuvieron que existir antes muchas películas que expusieran conflictos similares. Tron, estrenada casi treinta años, es seguramente una de las piedras basales.
No deja de ser curioso que el conflicto de la película de Steven Lisberger sea casi el mismo que el de la de Levy, más allá de la distancia en el tono entre ambos films, porque si Tron es bastante solemne Free Guy es totalmente festiva y lúdica. En la película de 1982, protagonizada por Jeff Bridges, un programador que trabaja para mega-corporación termina metido adentro del propio sistema de realidad virtual, en medio de una trama que involucra cuestiones de derechos, autorías y ganancias de un videojuego. En Free Guy también tenemos a diseñadores en pie de guerra con el creador de un juego de realidad virtual, quienes terminan metidos adentro del juego y siendo los líderes de una revolución. La notable diferencia es que mientras en Tron la rebelión se da de afuera hacia adentro, en Free Guy es absolutamente al revés con la chispa que se enciende en un personaje secundario, irrelevante, un don nadie que gana conciencia. Si en las tres décadas que pasaron entre una película y la otra el conflicto de fondo sigue siendo el control de los medios de producción, los mecanismos laborales y las estructuras corporativas, está claro que el mundo no ha cambiado demasiado en sus estructuras de poder y la tecnología solo ofrece un campo de acción para que viejas conductas se repliquen.
Ahora bien, la distancia entre ambas películas es en relación a cómo vemos -y vivimos- esa tecnología. En Free Guy se acepta y se convive pacíficamente con la idea de una vida virtual, más allá de que la experiencia romántica de los protagonistas termine concretándose en el mundo real. Esa disociación que logran hacer los personajes es muy diferente de la que lograban hacer los personajes de Tron, donde el mundo virtual era realmente acechante, oscuro y maquinal. Y eso es así básicamente por la relación que los espectadores tenían con la tecnología en 1982. El film de Lisberger mostraba que esa virtualidad era posible, pero no podía dejar de exhibirla casi como una distopía de bits: y era un aire de época, de una sociedad que iba pasando de lo analógico a lo digital, y que observaba con desconfianza un fenómeno que avanzaba. Películas como Juegos de guerra o como Terminator -que iba un paso más allá-, eran parte de un programa donde la experiencia dictaba cómo la tecnología era una herramienta demasiado peligrosa que no ofrecía satisfacción. Por eso que la utopía colorida de Free Guy opera casi como una relectura y reconversión de la distopía ominosa de Tron, ya que quedar encerrado en el mundo virtual de aquella película era un riesgo enorme.
Y bastante aburrido, para ser honestos. Tron es una película que quedó en el recuerdo por aspectos estéticos (aquellas motos y su estela luminosa) y, además, por estas mismas cuestiones que señalamos, de arrimarse a un abismo tecnológico que por entonces era todo un hallazgo. Pero era una película rudimentaria, tosca narrativamente, demasiado confiada en que lo tecnológico era un fin y no un medio. En cierta medida es como la mayoría de los fenómenos de culto, que no atraviesan bien el paso del tiempo y solo sirven como signo de una época.