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MAR DEL PLATA 2020: Competencia Internacional – Día 4


Red Post on Escher Street, de Sion Sono / 8 puntos


“Al principio fue el caos”, suele leerse en varias cosmogonías. En Red Post on Escher Street, la última fantasía explosiva de Sion Sono, el plano inicial es un espacio urbano vacío. Un asistente de dirección dice “acción” y entonces comienza a transitar gente. Empieza la película en la ficción y la película propiamente dicha. El principio es el reverso de la cosmogonía: del equilibrio deviene el caos. La pantalla es atravesada por un estallido de colores, sonidos y gritos purificadores. La locura Siono se activa. Es la libertad del artificio, esa libertad que vuelve impredecible cada plano sucesivo, lejos del cálculo y la solemnidad, anárquica en su mejor expresión. La excusa argumental es el casting para una película que se llama Máscara. El director es un joven adorado de apellido Kobayashi. A partir de ese centro, se disparan aristas vinculadas con diversas historias detrás de las mujeres que se postulan. Y como el mundo de Sono es diverso y desprejuiciado, aparecen desde unas chicas súper poderosas hasta una joven viuda subyugada por su madre y el novio, pasando por un grupo de fans y continuando, entre otras, por una chica que ha liquidado a su padre abusador. El otro elemento que aglutina los relatos es un objeto, el buzón rojo con la inscripción que reza el título, tan esporádicamente presente como el fantasma de la novia del director. Entre las perlitas que la película regala, hay un homenaje a los extras, mostrados aquí como una corporación cercana a los hermanos Marx y con una metáfora de la cebolla en la hamburguesa que es de lo mejor que se escuche este año pandémico para despertar una risa. A medida que la historia avanza como si fuera un rizoma, los personajes se suman y confluyen en una escena final magistral donde queda claro quiénes merecen la pena ser mostrados. El ritmo de Red Post on Escher Street es el del Bolero de Ravel, ni más menos. Si hay un mérito visible es la capacidad de Sono para transmitir diversión y adrenalina, siempre manejando los climas, donde puede pasarse de la calma a la euforia en un segundo, sin temor a la exageración. Algún desprevenido tal vez se incomode con tanto grito japonés, al menos que logre decodificar la energía cinética de la película, un huracán rítmico, perfectamente acompañado por un montaje musical extraordinario. Con Sono, esa energía se expande, se ramifica y nunca se sabe dónde y cuándo termina. Mientras tanto, es como la corriente de un río en crecida. Los personajes gritan, sí, pero es pura catarsis, la misma que se contagia a los espectadores que, en el contexto de un festival donde prevalece el cálculo y todo parece rigurosamente controlado, están invitados a purificarse, como en las tragedias griegas. Se trata de un feliz desquicio. Guillermo Colantonio

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