
UNA POÉTICA DEL DESBORDE
Por Guillermo Colantonio
Podría pensarse en una categoría de películas enfermizas, claramente perturbadoras, asociadas a una lógica del desborde, fundadas en la desesperación. Si son buenas, poseen una especie de imán, proponen un remolino del cual uno quisiera escapar pero por algún motivo no puede. Possession (1981), la obra maestra de Andrzej Zulawski, es como un relato de Poe: se parte de un momento crítico, liminar, y desde ahí se cae hacia abismos insondables donde el horror se manifiesta progresivamente, con diversas capas de intensidad. Esa caída implica un dolor físico y emocional sin concesiones. No hay posibilidad de respiro ante la presión, ante el disloque de la existencia.
Imágenes frías y azuladas conforman desde el comienzo el marco de una ciudad, Berlín, previa a la caída del Muro. Esa sensación de encierro, de pequeño universo como tumba, es apenas un dato histórico objetivo, porque lo que sigue es el descenso al infierno de una separación. Mark (Sam Neill) ha concluido un trabajo (del cual presumimos se trata de espionaje) y regresa a su departamento. Anna (Isabelle Adjani) lo recibe con incertidumbre acerca del futuro del matrimonio. Tienen un pequeño hijo que quedará en el medio de las discusiones. Ella tiene un amante, una especie de playboy bohemio atravesado por la filosofía Zen, y declara su voluntad por romper la convivencia. Esto desemboca en un tramo importante de la película donde cada discusión es seguida por Zulawski con movimientos coreográficos infernales. Tan intensas son las secuencias que Escenas de la vida conyugal (1974) de Ingmar Bergman parece filmada por un bebé de pecho. El rasgo diferencial con respecto a la tradición de películas que versan sobre el tema es que asistimos a una pesadilla, nos internamos en un embudo similar a la sensación del pavo frío, una sensación de abstinencia transmitida por la desesperación de personajes que se matan sin poder desligarse el uno de lo otro. Lejos de un realismo complaciente y burgués, Possession es una catástrofe despiadada, una caja de Pandora abierta para que salgan todas las pestes posibles sobre la humanidad. Y entre esas sorpresas, una bestia gelatinosa que tomará el cuerpo de la Adjani y su voluntad para gozar y hacerla gozar. Como si fuera una Emma Bovary contemporánea, la rutina de Anna es insostenible y la forma de romper el cerco es alimentar y cuidar a ese ser monstruoso que toca su sexualidad para poseerla. En todo este itinerario, entre cruces dialécticos y físicos, la existencia de Anna está afectada por este ser, por esta experiencia, en todo sentido. Zulawski, a propósito de ello, deja para la posteridad uno de los momentos antológicos de la historia del cine: la mujer transita el metro, no hay nadie, comienza a reír histéricamente y empieza a convulsionar por un largo rato. La escena es insoportablemente bella y la Adjani lo deja todo en esos movimientos epilépticos, rompiendo las bolsas de compras contra la pared, revolcándose por el piso y concluyendo entre fluidos asquerosos.
No hay descanso en la lógica desbordada que propone la historia. Como si se tratara de un mundo encapsulado en alguna epidemia, todo se circunscribe al encierro, a pocos personajes que se debaten en duelos físicos y emocionales que rozan lo patético. Y la cámara no se queda atrás, participa frenéticamente, borracha de la adrenalina del dolor, de la impotencia y del desgarro. Hacía alusión a los relatos de Poe con relación a la caída desde un umbral para quedarnos, como los personajes, vacíos de referencias. Possession se lleva a su propia tumba cada una de las marcas referenciales externas que podrían asociarse a la Guerra Fría, al Comunismo, a cualquier intento de realismo socialista. Todo se lo traga este tornado de actos desquiciados.
Hay una criatura, lo cual para muchos exponentes validaría el rótulo de terror. Pero el verdadero terror viene de otros lados. Nos llega desde la palidez del rostro de Adjani, de su mirada extraviada, de sus convulsiones. También de los ojos de la maestra de Bob (el doble de Anna) y del desajustado cuerpo de Mark, sobre todo cuando padece la abstinencia del tipo que camina en círculos y no soporta la separación. Más allá de la gelatinosa criatura con aires de pulpo, el terror es urbano, proviene de la soledad y de la frialdad de esas calles solitarias, vigiladas. Siempre es más importante el miedo que aquellos signos materiales que lo provocan. Perder el horizonte, perder las coordenadas, son motivos suficientes para trabajar la pesadilla creciente. Por ello, más allá del gore, lo que prima es la sensación de fragilidad que nos atraviesa como humanos. Luego, cada cual lo transmite a su modo. El de Zulawski es el de los más perturbadores.
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