LOS SOSPECHOSOS DE SIEMPRE
Por Mex Faliero
Más allá de sus alegorías sobre el peronismo (de las que ya se ha escrito y dicho mucho) y la ridiculización de la estampa del caudillo que hace la película de Fernando Ayala, quien pensaba que esa figura no era más que “consecuencia de la mediocridad” de la sociedad, un reciente visionado de El jefe realizado en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata permitió redescubrir por qué el cine argentino era tan popular en su época dorada, donde tenía una conexión no sólo con los espectadores -hablándoles desde un lugar cercano mientras se exploraba el lenguaje cinematográfico-, sino además que dialogaba con mucho del cine que se hacía en otras parte del mundo. Puede también que ese diálogo fuera más frecuente en aquellos tiempos, cuando en el cine universal las películas referidas por el gran público eran, a su vez, las que hacían los autores destacados. Esa desconexión que se da en el presente, donde el abismo entre cine de autor y mainstream se engrosa cada vez más (el fracaso de Guasón 2: folie a deux es un síntoma y un antecedente peligroso hacia el futuro), en la cinematografía nacional alcanza actualmente grados extremos.
El jefe es una película sobre el hedonismo y sus límites. Plantea choques generacionales similares a los del presente, aunque puede que los choques generacionales sean siempre los mismos: una rebeldía juvenil que busca tomar distancia de lo que platean las generaciones preexistentes. Eso se puede ver en la relación del personaje de Leonardo Favio con su padre, pero también en la manera en que los jóvenes de esta banda de delincuentes y estafadores se vinculan con el entorno, desde un lugar despreocupado hasta que la ley llama a la puerta luego de un crimen aberrante. Es interesante cómo Ayala y su coguionista David Viñas trabajan la información: en un comienzo vemos a la banda en la comisaría, hasta que llega el jefe y todo se tensa. No sabemos por qué los personajes están ahí y lo descubriremos luego de un largo flashback que culminará, de manera circular, en el mismo lugar. El movimiento, obviamente, trae cambios.
Los logros de El jefe son muchos, empezando con la forma en que la cámara aprovecha la presencia de Alberto de Mendoza, toda una iconografía física que impone una presencia arrolladora con dejos tan arrabaleros como de estrella universal. Pero hay pasajes donde la puesta en escena se impone, como esas virtuosas transiciones entre personaje y personaje, con leitmotiv visuales que unifican tiempos y espacios por medio del montaje, luego de la primera gran estafa (la maravillosa secuencia del remate), y especialmente dos momentos fundamentales: el prólogo y el epílogo. En el prólogo, la cámara de Ayala adquiere tonos expresionistas para retratar a esa banda que se encuentra en la comisaría a la espera del jefe salvador, entre lucas y sombras: una imagen que parece haber sido vampirizada por Bryan Singer en Los sospechosos de siempre. En el epílogo, la relación de poder entre los personajes se revierte y permite una suerte de rebeldía de los sometidos. Con elegancia, Ayala realiza un traveling impecable en el que los soldados salen liberados y aliviados y la cámara se queda en una fuga donde el líder en caída libre va directo al calabozo. El jefe es una película popular y a vez sofisticada. Y es -en ese sentido- una película que abre múltiples diálogos, incluso entre generaciones y con un cine de autor contemporáneo, incapaz de conectar con el gran público de la manera en que lo sabía hacer el cine clásico.
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