
EL TRIUNFO DE LOS MITOS
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Más de ochenta años después, lo que nos provoca terror y las formas en que este provoca han cambiado. Por eso es que difícilmente la versión de 1941 de El hombre lobo nos atemorice, pero hay que admitir que el film de George Waggner, con Lon Chaney Jr. como el licántropo, todavía mantiene su interés y se sostiene como referente en el género. Y no solo desde ciertos aspectos temáticos, sino también desde decisiones formales que prueban que algunas herramientas esenciales no envejecen nunca.
Una de las distinciones de una película como El hombre lobo, cuando se la compara con el cine de terror contemporáneo, es su economía de recursos. Empezando por su duración: menos de 70 minutos para una historia que se nutre del folklore gitano y sus mitos, pero que también se permite incorporar el drama familiar y una subtrama romántica, con triángulo amoroso incluido. Todo comienza con un hombre llamado Larry Talbot (Lon Chaney Jr.) que regresa a su hogar de origen, un castillo en Gales, tras una larga ausencia. Lo espera su padre (Claude Rains), un hombre amable pero firme, de esos conscientes de los defectos que transmiten de generación en generación -como bien lo prueba un diálogo con su hijo ni bien arriba al castillo familiar-, aunque deseoso a la vez de mantener el prestigio y legado de su apellido dentro de la comunidad en la que está inserto. También Larry se enamorará casi al instante de una joven (Evelyn Ankers), a la que intentará seducir a pesar de que ella está comprometida y, eventualmente, se verá en el medio de un evento terrible, que lo dejará como principal sospechoso de un asesinato, pero también como portador de una enfermedad/maldición que lo llevará a transformarse en una bestia sin control de sus impulsos y acciones.
Hay un tono trágico que atraviesa toda la narración de El hombre lobo, aunque este es capaz de interactuar con otras tonalidades, como las de la comedia romántica y la intriga policial. Estas mixturas se pueden apreciar en buena medida en la figura de Chaney, un actor con una presencia imponente, pero capaz de transmitir desde su rostro una gestualidad que le da lugar a la ingenuidad, la timidez, el temor y hasta cierta picardía. Lo horroroso, junto con la violencia, se anticipan y se perciben, pero la puesta de Waggner elude casi toda explicitud, no solo por las restricciones de la época, sino también para preservar el balance con otras expresiones genéricas. Al fin y al cabo, se iba al cine no solo para asustarse o angustiarse, sino también para divertirse. Este, más que de reflexiones, era un cine de sensaciones.
La atmósfera ligera, que se permite convivir con lo terrible, por parte de El hombre lobo, se enmarca en un relato donde las creencias en mitos están en constante debate con el discurso racional y científico. Sin embargo, los minutos finales se zambullen en la oscuridad a partir de una confluencia inesperada -aunque anunciada mediante algunos signos anticipatorios- entre estas dos vertientes. Allí, el vínculo paterno-filial se deforma por completo, con lo humano cediendo frente a lo instintivo y bestial. Y eso deriva en un cierre donde lo racional crea su propio mito -o más bien mentira- para tapar las suposiciones folklóricas y/o sobrenaturales. Es un final angustiante y a la vez irónico: El hombre lobo nos mostraba que, en el afán de convencernos de que los monstruos no existen, somos capaces de crear otro tipo de monstruosidades.
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