EL DUELO PERMANENTE
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Aunque lo que más recordaremos serán sus trabajos con su magnífica voz, el recientemente fallecido James Earl Jones supo desarrollar una extensa carrera en la que mostró un carisma muy particular, sutilmente avasallante. Y que le permitió cruzar su camino con el de Francis Ford Coppola, que en este último año volvió a cobrar notoriedad con el estreno de Megalópolis, su proyecto largamente soñado, postergado, autofinanciado y finalmente vapuleado. El encuentro fue en Jardines de piedra, una de las películas menos recordadas del realizador, en la que Jones compartió cartel con otro intérprete de presencia imponente como era James Caan.
Hay un par de factores que distinguen al film y que posiblemente hayan incidido en su fracaso de público y crítica al momento de su lanzamiento en cines. El primero es que la firma autoral de Coppola no es muy notoria en una puesta en escena que en largos pasajes luce casi anónima. El segundo es que estamos ante un drama bélico donde lo primero no es muy altisonante -a pesar de que hay componentes trágicos que se prestan para eso- y lo segundo queda fuera de campo, a pesar de jugar un rol decisivo. Es que el relato (basada en la novela del mismo nombre de Nicholas Proffitt) tiene como eje la Guerra de Vietnam, el trauma eterno de Estados Unidos, pero se aleja del campo de batalla y, en cambio, elige centrarse en las tareas de la “Vieja Guardia”, un batallón que es la Guardia de Honor del Ejército estadounidense. Ubicada en Fort Myer, Virginia, proporciona la guardia de honor ceremonial para los funerales de los soldados caídos y se encarga de proteger la Tumba del Soldado Desconocido en el Cementerio de Arlington. Allí está asignado el sargento Clell Hazard (Caan), desempeñando una labor que supuestamente es un honor, pero que él considera definitivamente ingrata, a tal punto que piensa que los integrantes de la brigada son “soldados de juguete”, incapaces de hacer alguna diferencia en una guerra que él considera ya perdida a pesar de la propaganda triunfalista. Lo que Hazard habría preferido era ser instructor en la Escuela de Fort Benning, para poder entrenar a los soldados que destinan a Vietnam y enseñarles algo que eventualmente podría salvarles la vida. Lo suyo entonces es la desesperanza y frustración constantes, un pensarse como parte de una pantomima mientras participa de funeral tras funeral.
Esas sensaciones se potenciarán de distintas formas cuando asignen a su pelotón a un joven llamado Jackie Willow (D.B. Sweeney), hijo de un viejo compañero, al que Hazard verá como quizás la única chance de asegurarse de que al menos un hombre vuelva a casa con vida. Pero Jackie es terco: su deseo no es quedarse ahí, por más que tiene todo servido para hacer una buena carrera, sino ir a Vietnam, a ganar la guerra, a hacer esa diferencia que Hazard, al igual que su colega y amigo “Goody” Nelson (Jones), saben que no puede hacer. Es en ese duelo de voluntades, respetuoso y amistoso, pero también tenso, que Jardines de piedra construye los cimientos de su conflicto central, que es íntimo, personal, y a la vez representativo de las perspectivas que colisionaban en Estados Unidos por ese entonces. Por eso también tiene un papel importante Samantha Davis (Anjelica Huston), la vecina y novia de Hazard, una pacifista que sin embargo es capaz de entender esa violencia interior que anida en su pareja, ese machismo nato que también necesita de afecto y contención.
En Jardines de piedra estamos lejos, muy lejos, del show explosivo y alucinado de Apocalipsis Now, que, más que un film bélico, era un espectáculo donde se testeaban los límites -o la falta de ellos- de la locura, tanto en el ser humano como en el cine. Coppola daba entonces un giro de 180° para enfocarse en los vínculos personales y profesionales de un conjunto de protagonistas que trataban de construir un mundo propio que los protegiera, por distintas vías, de los golpes que le daba el contexto. Ahí es donde resurgía una veta personal del realizador, que era su capacidad para retratar las ceremonias grupales, los lazos de lealtad que se manifestaban en situaciones o con gestos particulares. Y también su inteligencia para sacar lo mejor de los actores, encauzándolos para el tono interpretativo que necesitaba cada escena: por eso la química entre Caan y Jones -que tiene algunas secuencias estupendas, como la inspección que realiza al batallón- es perfecta y hay un crecimiento sutil, pero relevante del personaje de Huston a medida que pasan los minutos.
También es cierto que el tono contenido y pausado de la película no puede evitar algunas remarcaciones discursivas, y que la subtrama amorosa de Willow con una joven interpretada por Mary Stuart Masterson -que eventualmente tiene una gran incidencia en la trama- no llega a tener la potencia necesaria. Sin embargo, Jardines de piedra consigue delinear su tragedia particular, que evoca a la vez la general, con coherente amargura y sin golpes bajos. Y, principalmente, sin paternalismos, sin subestimar el punto de vista de cada uno de sus personajes, por más que la puesta en escena de Coppola claramente coincida con la desesperanza que atormenta a Hazard, un tipo que está en duelo permanente. Casi sin querer, el realizador entregaba otra película habitada por sujetos a contramano de todo y que no podían escapar de sí mismos.
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