DOS POLICÍAS INSOPORTABLES
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Mal que nos pese y de lo que nos gustaría reconocer, Dos policías rebeldes es una película bastante importante dentro de su contexto y para pensar el cine de acción de las últimas décadas. En primer lugar, porque su moderado, pero sorprendente éxito lanzó la carrera cinematográfica de Will Smith -y en mucha menor medida, la de Martin Lawrence-, quien hasta ese momento era solo una joven estrella televisiva, aunque a partir de ahí metería dos éxitos masivos, como fueron Día de la Independencia (1996) y Hombres de Negro (1997). Y en segunda instancia, porque constituyó el debut en el cine de un realizador como Michael Bay que, con su estilo ruidoso, patotero, sexista y facho dejaría una huella importante en el género en particular, y en los tanques hollywoodenses en general.
Vale la pena tener en cuenta que la concreción de Dos policías rebeldes fue un pequeño milagro, o quizás una gran catástrofe. Es que el guión original era, según Bay, un desastre absoluto, por lo que las reescrituras y, en especial, las improvisaciones, abundaron durante el rodaje. Encima, el presupuesto con el que contaba la producción era escaso, por lo que un debutante como Bay tuvo que exprimir los recursos al máximo. Lo segundo, hay que convenir, no se nota tanto: al fin y al cabo, el film funciona como un exponente del género de acción de segundo orden, que copiaba moldes ya conocidos y que conseguía distinguirse porque su estructura de buddy-movie estaba compuesta por dos protagonistas afroamericanos. El gran problema está por el lado narrativo y la construcción de personajes: no tanto la investigación de un caso de heroína robada y la protección de una testigo (Téa Leoni), sino porque, básicamente, los dos protagonistas, los detectives Mike Lowrey (Smith) y Marcus Burnett (Lawrence), son dos seres insufribles. Lo son en todo sentido: en sus actitudes abusivas, en el humor que despliegan, en cómo llevan a cabo su labor, en la forma en que se vinculan entre ellos y hasta en cómo perpetúan prejuicios básicos sobre los afroamericanos. Y como son el centro absoluto, como casi no hay contrapeso para sus decisiones, todo se hace cuesta arriba: hay, por caso, una secuencia que juega con un equívoco de identidad entre ambos que no solo es forzada, sino insoportable en su falta de timing cómico.
Se podría culpar fácilmente al dúo que conforman Smith y Lawrence por cómo son sus personajes. Y no estaría mal, porque estamos hablando de dos actores que en ese momento eran conocidos primariamente por sus capacidades cómicas, pero que acá las aplican de la peor manera posible. Pero claro, para depositar solamente la culpa en los actores, habría que olvidar que este es un film tan, pero tan Bay, que duele, y mucho. En eso hay que reconocerle un mérito al director: ya en su ópera prima supo imprimirle un sesgo autoral a lo que estaba haciendo. Aunque claro, en el peor sentido posible: Dos policías rebeldes es una película que ya desde su secuencia inicial despliega machismo, sexismo, un humor que exuda arbitraria violencia y una superficialidad absoluta en el retrato de cada individuo que comete el tremendo error de aparecer en pantalla. Porque de eso se trata el cine de Bay: de atentar contra la imagen cinematográfica de todas las formas posibles.
El pequeño éxito de Dos policías rebeldes era, quizás, una advertencia de lo que podía venir, tanto desde la producción como desde la recepción. Llamativamente, la estupidez de esos dos detectives que lograban todo en base a irresponsabilidad y malos chistes, había logrado interpelar a un público considerable. A partir de ahí, Bay pasó a primera: después vendrían La Roca (1996) -por lejos su mejor película, aunque es altamente probable que sea buena por error-, Armaggedon (1998), Pearl Harbor (2001), la saga Transformers…Siempre con una escala cada vez más mayor: cada vez más dinero invertido, cada vez más ruido, cada vez más explosiones, cada vez más gritos, cada vez más cámaras yendo para cualquier lado…Indudablemente, Bay quiere destruir el mundo, pero antes quiere destruir nuestros ojos. Y lo cierto es que no la vimos venir, porque comenzó con un pequeño bodrio que le abrió el camino para desplegar todas sus ambiciones.
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