EL (ANTI) HÉROE CONSOLIDADO
Por Rodrigo Seijas
(@rodma28)
Si el suceso de Mad Max fue toda una sorpresa, que ratificó la inventiva del cine australiano para dialogar con el contexto desesperanzado de finales de los setenta -especialmente desde el cine norteamericano- y a la vez proponer algo nuevo, sustentado en lo territorial, lo de Mad Max 2 fue, en cierto modo, aún más sorpresivo. Es que George Miller, contra todo pronóstico, se mostró capaz de consolidar un mundo y un estilo propios, a la vez que supo anticipar otras vertientes y modas que florecerían en los ochenta y noventa.
Uno de los aspectos llamativos de Mad Max 2 es que es una película que encuentra el equilibrio justo entre la interpelación al espectador que vio la primera parte y el que recién está descubriendo su universo. Me pongo como ejemplo: yo vi primero esta secuela antes que el film original y, sin embargo, no tuve problemas para entender lo que se está contando. Hay dos razones para esto y son bastante simples. En primera instancia, hay un pequeño prólogo, con la voz en off de uno de los personajes principales (un niño cuasi salvaje que establece un particular lazo afectivo con Max, que cuenta la historia ya siendo adulto), que con un montaje casi documental nos pone en situación: estamos en un futuro distópico, de tierra arrasada por las sucesivas guerras por el petróleo, habitado, entre otros, por Max, ese hombre quebrado interiormente a partir de las pérdidas que ha atravesado. En segundo lugar, la trama es directa y concisa: una serie de circunstancias lleva a Max a ayudar a una pequeña comunidad, que tiene a disposición una gran cantidad de gasolina y que necesita protección frente a una horda de bandidos.
Esa simplicidad en la narración -primero se explica el marco situacional sin muchas vueltas y después se despliega un conflicto pequeño, pero a la vez potente- hace que la película llevarnos de las narices a través del viaje de un héroe que es, más bien, un antihéroe. O un héroe a su pesar, alguien que no pertenece a ningún lugar y que ya prácticamente no puede entablar vínculos afectivos, pero que posee las habilidades para convertirse en un protector circunstancial. Max es alguien destinado a dejar una marca indeleble en las personas con quienes se cruza, pero también a encarnar un momento efímero en sus vidas. Sus lazos con otros héroes del western crepuscular -como el Ethan Edwards de Más corazón que odio o Shane, el desconocido-, que alcanzan una mínima redención, para luego desaparecer sin dejar rastros, son evidentes. Sin embargo, su amargura, su heroísmo a regañadientes y sus dificultades para relacionarse afectivamente anticipan parte de lo que vendría en el cine de acción norteamericano: se puede pensar a Max como un eslabón más en la cadena de (anti) héroes a la que luego pertenecerían Rambo, el John McClane de Duro de matar, el Tom Cody de Calles de fuego y hasta el T-800 de Terminator 2: juicio final. Las conexiones no son del todo estrictas, pero había un aire de época que Mad Max 2 estaba anunciando desde otras latitudes.
Pero claro, si estamos hablando de vínculos con el futuro, no nos podemos olvidar del propio Mel Gibson, ya encontrando de manera definitiva una gestualidad física y actoral que lo iría acompañando en los años siguientes. Su Max, no muchos años después, mutaría al detective Martin Riggs de la saga de Arma mortal, otro tipo atravesado por la pérdida y bordeando la locura, que progresivamente se iría redimiendo y hasta domesticando, aunque siempre amenazado por nuevas tragedias y explosiones anímicas. El desierto apocalíptico no era lo mismo que la jungla urbana de Los Ángeles, pero las emociones humanas se parecían bastante.
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