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Dos años de mediocridad (¿y dos más por venir?)

Por Rodrigo Seijas

(@rodma28)

Dos años ya han pasado desde que asumieron las actuales autoridades del Ministerio de Cultura de la Nación y el INCAA, pero pareciera que eso en verdad nunca ocurrió. ¿Arrancaron realmente las gestiones de Tristán Bauer y Luis Puenzo? En lo formal sí, obviamente, pero no mucho más que eso, porque si algo ha caracterizado a sus administraciones es la pasividad y la ausencia de ideas. O más bien, de planificación y rumbos definidos más allá de las declamaciones de ocasión. El mayor hito de Bauer fue su amago de renuncia y minivacaciones; el de Puenzo sus peleas con buena parte del sector audiovisual argentino a través de sus cartas seudo epistolares. Más allá de algunos anuncios esperanzadores -como las nuevas sedes de la ENERC dedicadas a la animación-, no se puede hablar de políticas culturales y cinematográficas claras. Todo es parálisis e improvisación, que ya eran patentes desde diciembre del 2019 y que se potenciaron con las restricciones que se impusieron a partir del surgimiento de la pandemia del coronavirus. No solo las medidas de contingencia se revelaron como escasas, sino que los problemas previos se agigantaron y no se aprovechó la coyuntura para pensar escenarios futuros y acciones posibles. Incluso hubo anuncios que revelan descoordinación y hasta competencias improductivas, como el del programa Activar Cultura, que pareciera haberse armado para concretar lo que no logra el INCAA. Si no hay liderazgo u horizonte, ni asignaciones de responsabilidades claras, es imposible que haya gobernabilidad, y eso ha quedado demasiado claro en estos dos años marcados por la falta de certezas. Esa incertidumbre no parece que vaya a aflojar en el 2022: la no sanción de un presupuesto y, por ende, la prorrogación del anterior, agregan toda clase de interrogantes sobre las variables económicas, pero también sobre las políticas y organizacionales. Y si el ajuste que viene sufriendo el sector cultural desde hace varios años -incluyendo el 2020 y el 2021- ya es significativo, la ausencia de un control presupuestario aumenta el riesgo de que eso se repita y potencie durante el 2022. Sobre el 2023 es difícil hacer predicciones -en un país como la Argentina queda demasiado lejos-, pero hay pocos factores que permitan ser optimista sobre una revitalización del campo cultural. Frente a este panorama, llama un poco la atención algunos comportamientos y actitudes de integrantes y organizaciones del sector, que parecieran traspasadas más por lo emocional que por lo racional. Están los que se quejan en voz baja -no sea cosa de ser condenados al ostracismo por sus compañeros-; los que realizan propuestas que se pretenden refundacionales aunque en verdad no cambian las cuestiones de fondo -como la Ley para la Producción Nacional Audiovisual-; los que se quejan en voz más alta pero siempre cuidándose de no nombrar a los responsables máximos -esas dos personas que comparten el apellido Fernández- porque, al fin y al cabo, no quieren perder el sentido de pertenencia; y los que siempre están buscando preservar su lugarcito al lado del poder político, porque si se adentraran en otros territorios quedaría demasiada clara su inviabilidad. Ya lo dijimos antes: había un problema de expectativas y de humildad, que impiden el análisis preciso y objetivo, la autocrítica y, finalmente, la crítica hacia el poder establecido. Esa dificultad persiste porque lo que prevalece es la necesidad de encontrar culpables convenientes y de seguir bajo un paraguas colectivo que tiene cada vez más agujeros. De Bauer y Puenzo ya no se puede esperar mucho más que discursos soporíferos, parches circunstanciales e inutilidad para hacer política cultural. Pero si del otro lado del mostrador solo queda tibieza, impavidez y estática decepción, entonces no quedan dudas de que tanto el 2022 como el 2023 estarán también marcados por la mediocridad.


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