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La transición (a propósito de “Orquesta de señoritas”… otro aparte)

Por Virginia Ceratto

(especial para @funcinemamdq // Foto: Luciano Brindisi)

Franqueando, o corriendo la cortina, justo antes de ese telón protector, lo vi.

Minutos antes, yo salía no sin dificultad siguiendo a los espectadores de una sala llena, en una de esas salas de las que no se huye, y hay torpeza y entusiasmo. Y los comentarios ya comienzan, y hay ganas… Y entré a saludar a los actores, con esa impunidad de la que pido perdón, y que me da, o eso creí, ser aunque sea una ceniza en esa vorágine que es el medio teatral.

Entre toallitas demaquillantes y la pegajosa crema, entre enaguas sin sentido o camisetas o corpiños ya fuera de lugar, frente a un espejo fellinesco los abracé, a Jorge Taglioni, a Néstor Grotadaura, a Luciando Brindisi.

A los demás les di la mano tímida y respetuosamente, hasta que la asistente me pidió que me fuera. Ya me iba y con su sugerencia rápido.

Y al final del pasillo, al final del túnel, una figura alta, muy alta, una silueta apoyada en la pared, sola y ensimismada en ese interior que aleja cualquier sonido, cualquier distracción, de lo que sea…

Creo que me vio, porque recuerdo, y recuerdo porque hoy pasa de nuevo por mi corazón (re cordar, re: dos, cordis: corazón) esa mirada, un instante, los brazos cruzados y abrazando su pecho, la cabeza desnuda, el torso a medio cubrir. Creo que me dijo algo o me dedicó una sonrisa que se asomó por un momento.

Un actor/su alter ego en la escena, así, en trance entre el uno que aparecía y la otra que se iba. Una persona que iba dejando, tibiamente al personaje. Tibia, sí, e intensamente. En transformación, en trance, en un umbral único, personal e irrepetible que fue como un encantamiento. Y yo estuve ahí. Desencajada, porque nada tenía que hacer en ese portal intransferible que asumo, cada uno de ellos atravesará con un paso diferente.

El actor estaba solo y a la vez, atravesado por la intensidad de una función tras la que se adivina un largo camino, un proceso de gestación largo y profundo. Y algo había de femenino en eso, y algo del caballero que dejaba partir a la dama. No a mí, a la propia.

Esa imagen para mí, quintaesencia de todo actor, de toda actriz, fue un momento que le robé a la eternidad que lleva siglos, creo que desde las primeras máscaras de la tragedia, y pienso en Sófocles con la incorporación del tercer actor, todos varones en cualquiera fuera su personaje. Hubo un agujero negro, un gusano que pliega la temporalidad y por un momento, la concentración y el estado de ese hombre ya casi sin maquillaje, o sin máscara, me llevaron en el tiempo, el espacio, el sentimiento y en ese instante, o ahora, sé que estuve en miles de escenarios, o en sus trastiendas…

Gracias.

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