
Por Mex Faliero
Murió Robin Williams. Se suicidó, ya lo saben todos. Y lo que ocurrió con su suicidio fue bastante impactante: sin dudas se trataba de un actor-comediante con una llegada al público muy fuerte, lo cual se vio respaldado por cómo la gente recibió la noticia en redes sociales. Lo singular es que la carrera del actor estaba en decadencia desde hacía mucho tiempo, y sin embargo el público lo recordaba y lo tenía presente: Mork y Mindy y Papá por siempre fueron -por cómo se dio el recuerdo- sus dos hitos fundamentales. Voy a ser sincero: tengo que buscar con lupa alguna película del actor que me resulte recordable. Al igual que su labor, siempre -o desde que se convirtió en producto de consumo de comedias familiares- estuvo al lado de un histrionismo sin freno y de un sentido del espectáculo como moralina tonta y lacrimógena. Tal vez Maten a Smoochy (de Danny DeVito) haya sido la única que supo explotar esa oscuridad intrínseca a todo buen comediante, y que Williams poseía… cuando quería (y no, no me refiero a sus estereotipadas caracterizaciones de Noches blancas o Retrato de una obsesión). El mejor Williams, sin dudas, es ese que se puede encontrar en entrevistas o en participaciones en entregas de premio, cuando subía al escenario y sin los límites impuestos por las películas, monologaba y demostraba un repentismo absolutamente salvaje. Ahí sí Williams era crítico, satírico, cómico. Sin embargo, Robin Williams se edificó una de esas carreras de comediante culposo donde buscó congraciarse con los premios, como le pasó a Tom Hanks, pero con mucho menos talento (o con menos tino para seleccionar proyectos). Lo curioso es que eso que lo hace menos memorable artísticamente, lo hizo más recordable para el gran público. Tal vez esto que voy a decir suene medio ingrato ahora, pero Robin Williams dejaba ver cierta melancolía y tristeza. Por eso no sorprendió el suicidio que le siguió a la depresión. Si hasta en su último aliento, Williams representó cabalmente esa idea estereotipada del comediante triste.