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Sobre Los desconocidos de siempre: chorros eran los de antes

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Por Gabriel Frenkel

(@fancinemamdq)

La condición humana es de los que sufren, los que pierden, los que son explotados y tratan de liberarse de su amo. No hace falta adoptar un tono serio o grave para hablar de ello: a mí me gusta la gente que batalla con alegría, con ironía, en compañía.

Mario Monicelli

Con el fin del fascismo en Italia en 1943, se abre una nueva era en la historia del país meridional. Se produce una revolución social y política cuyas grandes convulsiones terminarían influenciando en su cine, llevando a una ruptura decisiva con la producción anterior, la cual estaba totalmente controlada por la censura del régimen de Benito Mussolini.

Así es como nace el neorrealismo italiano: como repudio al pomposo y falso cine fascista y también por la escasez de medios materiales, esto último debido a la pésima situación económica de la Italia de posguerra. En lo temático, el neorrealismo se centra en el hombre considerado como ser social y examinando sus relaciones con la sociedad en la que está inserto. En lo estético, para darle mayor realismo a estos dramas, se utilizan actores no siempre profesionales, escenarios naturales, ausencia de maquillaje, iluminación naturalista y abandono de estudios y toda clase de artificios en pos de la mayor veracidad posible.

Los realizadores más importantes de este movimiento son Roberto Rossellini, Luchino Visconti y Vittorio De Sica. De Rossellini se considera que con Roma, ciudad abierta (1945), su cruda descripción de los últimos días de la ocupación alemana en Roma, comienza el neorrealismo. Por su parte, Visconti hará su gran aporte con el  filme La tierra tiembla (1948), un retrato social sobre los humildes de Sicilia y su rebelión contra la explotación de los más fuertes. El tercer prócer neorrealista es Vittorio De Sica, quien pasó a la historia del cine universal con la magistral Ladrón de bicicletas (1948), conmovedora historia de un pegador de carteles que busca desesperadamente por toda Roma la bicicleta que le han robado, por ser su imprescindible herramienta de trabajo.

Cuando la economía italiana comenzó a mejorar, empezó el declive del movimiento neorrealista, ya que éste representaba una Italia triste, dolorosa y miserable. Así, para mejorar la imagen del país en el extranjero, la Democracia Cristiana, que gobernaba el país en ese momento, decide reforzar la censura y crear un sistema de protección económica sólo para aquellas producciones que se alejasen de aquel cine “miserabilista”.

Así es como hace su aparición la comedia a la italiana o neorrealista, subproducto que utiliza los elementos formales del neorrealismo: escenarios naturales, ambientes populares y situaciones con las que el espectador podía identificarse. Podría decirse que la comedia a la italiana contiene por un lado, un elemento dramático tratado en registro de comedia y por otro la capacidad de los italianos de reírse de sí mismos.

Si bien hubo directores que filmaron importantes comedias neorrealistas como Luigi Comencini con Pan, amor y fantasía (1953) o Pietro Germi, director de Matrimonio a la italiana (1961), el realizador que llevará este subgénero a niveles de excelencia será el romano Mario Monicelli, con títulos como Policías y ladrones (1951), La gran guerra (1959), La Armada Brancaleone (1966) y especialmente con su obra cumbre de 1958, Los desconocidos de siempre.

Monicelli, en un principio, quiso hacer una parodia del exitoso filme francés Rififí, de Jules Dassin (es más, en un principio la película se iba a llamar Rufufú) y terminó haciendo una de las mejores comedias de todos los tiempos con un elenco irrepetible, gags de antología y un tratamiento moral totalmente distinto y adelantado a la época en comparación a lo que se veía en filmes tanto estadounidenses como de otras latitudes.

Aunque se tratase de una farsa, el director decidió filmar con el molde neorrealista: blanco y negro, fotografía en matices de gris de Gianni Di Venanzo, decorados austeros, calles lluviosas y atmósfera brumosa. Pero pronto el relato nos mostrará otra realidad pues la banda de ladrones de poca monta formada entre otros por Peppe (Vittorio Gassman), Tiberio (Marcello Mastroianni), Mario Angelletti (Renato Salvatori) y Dante Cruciani (el gran Totò, actor  fetiche de Monicelli) a fuerza de gracia y ternura hará que deseemos que tengan éxito en su plan de asaltar una casa de empeños aunque sepamos que, como en todas las películas de “ladrones de guante sucio”, están condenados de antemano.

En la primera parte, al estilo de Casta de malditos (1956), de Stanley Kubrick, veremos cómo se va formando el grupo y vamos conociendo, con la fotografía neorrealista de matices grises mencionada antes, aunque de modo  risueño  el ambiente marginal en el que viven los personajes (gloriosa la escena en la que uno de la banda va a reclutar a otro que no conoce y cuando pregunta por él se da este diálogo: “¿Conoces a Mario?”, “Aquí hay cientos de Marios”, “Busco a un Mario que roba”, “Siguen siendo cientos”), a los que en ningún momento se condena por el camino que eligieron, pues Monicelli nunca toma con gravedad “temas importantes” como el Bien, el Mal y el Trabajo.

En la segunda mitad del filme, la banda planifica el robo y para poder abrir la caja fuerte de la casa de empeños seguirá las instrucciones de un “experto”: Dante Cruciani, que no es otro que Totò, un veterano actor cómico con un rostro único, quien en la famosa secuencia de la terraza realiza con los jóvenes Gassman y Mastroianni  una verdadera transferencia generacional.

Lógicamente, el golpe fracasará por la ineptitud de Gassman y compañía pero es lo de menos pues, luego de comprobar que agujerearon la pared equivocada, comerán un guiso de fideos que hallan en la heladera del lugar que iban a robar, filosofarán sobre la vida y dirán cosas como esta: “Para robar, se necesita gente inteligente. Ustedes a lo sumo, pueden llegar a trabajar”. Peppe (Gassman) se terminará enamorando de Carmelina (Claudia Cardinale), la mucama de la casa que pretendían asaltar  y Angeletti (Salvatori) le pedirá la mano al Siciliano, otro miembro del grupo, la mano de su hermana, quien luego de amenazar con un cuchillo a su futuro cuñado, aprobará el enlace. Es decir, nada demasiado grave. Monicelli, al igual que en muchos de sus filmes, nos quiere mostrar que, al fin y al cabo, no hay tanta diferencia entre “buenos” y “malos” (ver sino Policías y ladrones) y que esa gente que parece tan seria y respetable y que vive pontificando acerca de cómo hay que vivir son, en su mayoría, los hipócritas que llevaron a Italia al desastre.

Si comparamos películas como esta con filmes americanos de la época veremos que en estos últimos, indefectiblemente, el que estaba al margen de la ley debía terminar muy mal sus días. Ejemplos claros de lo anterior son clásicos como La jungla del asfalto (1949) o Pacto de sangre (1944), en los que los maleantes malograban sus planes y perdían la vida, en parte debido al Código Hays, normas de censura cinematográfica que imperaron en Estados Unidos entre 1934 y 1967 y en las que se prescribía por ejemplo que “no se autorizará ningún film que pueda rebajar el nivel moral de los espectadores. Nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen, el mal, el pecado” o “la ley, natural o humana, no será ridiculizada y la simpatía del auditorio no irá hacia aquellos que la violentan”. Igual, estoy convencido de que las leyes son el reflejo de una sociedad y que el mencionado Código Hays sólo mostraba el puritanismo yanqui, el cual nunca entendería una película en la que no hay castigos ejemplificadores para los malhechores, donde el Bien y el Mal no son nociones abstractas y que para ser feliz no es necesario causar daño alzándonos con un gran botín que nos convierta en “exitosos”, sino que alcanza con vivir sencillamente en una hermosa ciudad como Roma y tener al lado una mujer como Claudia Cardinale  que nos cocine una deliciosa pasta.

El final es magnífico: después de que todo pasó, Monicelli  nos muestra un amanecer sobre Roma triste, gris y resacoso que produce una melancolía infinita. Pero a no engañarse: esta postal neorrealista será la antesala para que el gran Vittorio Gassman aparezca por última vez tratando de esquivar a la policía mezclándose con un grupo de desocupados que esperan por un puesto de trabajo en la todavía arruinada Italia de posguerra y que uno de sus compinches le grite: “¡Peppe, sal de ahí que te van a hacer trabajar!”. Ahora sí, la farsa está completa.

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