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Quinta temporada de Mad Men: transiciones hacia el vacío

Por Mex Faliero

Recientemente se conocieron las nominaciones a los Emmy y Mad Men, nuevamente, se ha convertido en la serie más nominada. Posiblemente en algunas semanas, cuando se entreguen las estatuillas, se convierta otra vez –también-, en la más distinguida de la historia de la televisión norteamericana. Lo que a muchos le ha llamado la atención es que este reconocimiento llega luego de una temporada, la quinta, que no ha estado a la altura de las expectativas. Sin embargo, aún en esas condiciones, Mad Men mostró sus credenciales: sin llegar a la cima de su calidad, es aún la mejor serie que ofrece la televisión hoy por hoy, sostenida en unos guiones brillantes, actuaciones perfectas, personajes grandiosos y un estilo visual que reconoce que la superficie, como el universo publicitario de estos tipos y minas de la Avenida Madison, puede ser un lugar muy bello desde donde trabajar, indagar, bucear, rastrear una historia. Esta quinta temporada, que terminó de emitirse en los Estados Unidos hace un par de meses, es la que ha hecho explícito algo que siempre estuvo tácito: Donald Draper, el genio de la publicidad que carga sobre su espalda la historia, vive la época en la que James Bond comienza a generar una estética y, también, una estética que con el tiempo se convertiría en parodia de sí misma. Draper, sostén ideológico de un mundo, está por dar el paso hasta convertirse en caricatura. El capítulo final, con leitmotiv bondiano de fondo, sirvió también para confirmar qué significaba esta quinta temporada: un punto de giro en la vida de todos los personajes.

La quinta temporada de la serie creada por Matthew Weiner puede ser considerada entonces como de transición, sin que esto signifique algo peyorativo. Capítulos como Far away places, The other woman o Commissions and fees nunca podrían ser calificados como de relleno en ninguna historia de la televisión, pero el carácter transitivo está dado aquí en un tipo de movimiento: el que lleva de un lado al otro. La quinta temporada, entonces, toma a los personajes en el preciso instante en que hacen ese movimiento, dan ese paso, y esperan por las consecuencias. Está marcada por ese espíritu, si se quiere, temerario, de quien se corre del lugar en el que estaba y decide afrontar nuevos retos. Definitivamente, y casi como nunca antes en Mad Men, cada uno de los personajes se encuentra en un lugar totalmente diferente al fin de la temporada de lo que era el comienzo. Esto parece ser imperceptible en el personaje de Draper, aunque esa respuesta que retrasa en dar al final del último capítulo nos indica que de cara al futuro seguramente volveremos a ver al Draper que engaña, que no es fiel más que a sí mismo. El que vimos este año fue un marido devoto e incluso su única infidelidad fue una pesadilla trágica, violenta y, por qué no, seductora en su húmeda perversidad criminal.

Habitualmente hay una pregunta que los seguidores de Mad Men no podemos responder. Y esta es: “¿de qué se trata?”. El asunto es difícil porque la serie no tiene un centro y esto se hizo más evidente este año. Tal vez una forma de satisfacer la demanda sea diciendo que existe en la serie una coherencia extrema y una correspondencia entre su tema y su forma que no conoce igual en el arte contemporáneo: una serie de que habla del mundo de la publicidad, de los mejores en lo suyo, no puede menos que ser seductora en su aspecto. Mad Men lo es, y si muchos hablan de un “estilo” para hacer referencia a vestuarios, diseños de interiores, músicas, colores, peinados, tragos, comidas, restaurantes, donde todo es elegante o da idea de tal, la serie también es elegante para traducir eso en una moral de época. Y esta última temporada dio un paso más allá, haciéndose cargo de que los personajes se acercan “peligrosamente” a los setentas y que las mujeres y los hombres no serán los mismos, tampoco la ética o la moral. En las decisiones que toman aquí Don (Jon Hamm), Peggy (Elisabeth Moss), Pete (Vincent Kartheiser), Joan (Christina Hendricks), Roger (John Slattery) o Lane (Jared Harris) hay mucha conciencia de eso. Incluso algunas imágenes poco dignas para una serie habitualmente refinada como esta (la menstruación de Sally Draper, esos dos perros copulando que ve Peggy desde la habitación de un hotel) revelan, tal vez, que se terminó el universo de fantasía de los 50’s y el mundo se dirige hacia un lugar menos cálido y más brutal.

El capítulo final de la temporada cinco nos regaló, como es tradición en el equipo de Weiner, algunos momentos visuales de gran intensidad. El que se lleva las palmas es aquel en el que Donald Draper decide finalmente que su esposa Megan trabaje en publicidad, pero actuando, modelando. No es casualidad que la publicidad esté ambientada como un cuento de hadas. Tampoco, que Draper abandone la escena sumergiéndose en las sombras del foro donde se está rodando el comercial. Lentamente comienza a sonar You only live twice, con la voz de Nancy Sinatra, y lo vemos a Don sentado en la barra de un bar, siendo avanzado por una joven atractiva. La elegancia de los encuadres, la soberbia composición visual, la acertada utilización de referencias culturales, y diálogos y actuaciones que no dicen una pulgada de más no sólo cierran estupendamente esta quinta temporada, sino que sirven como colofón de lo que siempre ha sido Mad Men: una odisea por la moral y la ética de la cultura popular norteamericana post segunda guerra mundial. Unos sufren las contradicciones (Donald) para que otros vivan el sueño (Megan). Ambas puntas, que parecen dicotómicas, no son más que el vaivén que sostiene el sistema. La publicidad es a Mad Men lo que la sangre a Boardwalk Empire, otra serie magistral que indaga en el ideario Americano. Más allá de sus desniveles, la quinta temporada de Mad Men cerró perfecta y dejó con ganas de más. Lo que está por venir, tal vez, sea aquello que la presentación vislumbró desde los orígenes: la caída de un hombre a un precipicio de diseño.

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