Por Rodrigo Seijas
Debo decir que no me pone precisamente eufórico el momento político actual. No me parece que se estén solucionando los problemas estructurales que afectan al país, tanto a nivel nacional, como provinciales o municipales, y todas las decisiones gubernamentales como partidarias se toman a partir de configuraciones tremendamente personalistas, mientras se aplica un doble discurso permanente, sosteniendo una cosa mientras se hace otra. A la vez, los distintos estamentos intelectuales y militantes justifican todo en pos de una ideología y cada vez tienen menos pruritos en mirar para otro lado frente a hechos gravísimos por los que antes se horrorizaban.
Un ejemplo bastante potente, donde se sólo se piensa a partir de una mera premisa conceptual, es en el tema de la explosión de la militancia en los jóvenes, donde la conclusión que se saca es que la militancia juvenil es esencial e inherentemente buena. Sin embargo, nunca se hace la pregunta posterior elemental, que es para qué y por qué militan los jóvenes de este país: ¿buscan modos de construcción política más horizontales y cercanos al pueblo, o siguen avalando movimientos personalistas? ¿Avalan a gobernadores realmente progresistas o los que reprimen y persiguen a las minorías? ¿Quieren una política más humana o sólo se dedican a adorar a figuras cuasi míticas o inalcanzables? ¿Dialogan con el que tienen enfrente o apenas consigo mismos? ¿Mantienen una coherencia ideológica o son flexiblemente inmorales? ¿Son capaces, si es necesario, de criticar a sus referentes, de alertarles sobre qué es lo que deben hacer, o prefieren funcionar como mera fuerza de choque? Si la militancia juvenil no es productiva, si no hay una reflexión adecuada sobre los valores y formas que debe perseguir y promover, lo único que queda es el mero regodeo.
Y sin embargo, la política en sí no es mala ni mucho menos. No, con la política como concepto no nos metamos. La política, el arte y la disciplina de la política, puede ser maravillosa. Es la capacidad de transformar el mundo, de proponer nuevas visiones, nuevos paradigmas, de cambiar las estructuras dominantes, de establecer balances de poder diferentes. Sólo que depende de cómo nosotros la llevemos a la práctica. Además, mal que mal, con todos los tropezones correspondientes, el sistema político argentino, la democracia argentina, la ciudadanía y sus dirigentes han conseguido numerosos avances. Incluso en sus peores momentos, incluso en los peores gobiernos, la sociedad argentina de las últimas décadas logró enormes avances. ¿Se pudo haber hecho mucho más? Seguro, y además deberíamos estar más maduros a esta altura en el ejercicio de las reglas democráticas, pero eso no quita que la política argentina ha conseguido más de lo que muchas veces estamos dispuestos a reconocer.
Los medios de comunicación, dentro de este contexto, a pesar de estar un tanto sobredimensionados en su poder (tanto positiva como negativamente), no dejan de ser una caja de resonancia que no sólo reproduce discursos sino que también los produce. Son capaces no sólo de reflejar conductas sino también de edificarlas. Es una obviedad esto, ¿no? Sí, pero hay muchos que se olvidan de esto a cada rato.
Toda esta introducción viene a propósito de El puntero, el más reciente unitario producido por Pol-ka y emitido por Canal 13, justo en un año electoral, en plena guerra de poderes entre el gobierno nacional kirchnerista (con toda su prensa “militante e independiente”) y el Grupo Clarín (con toda su prensa “objetiva e independiente”). El programa, casi por decantación, tuvo un alto consenso crítico y el acompañamiento del público. Y todo esto lo logró, en buena medida, con una presentación casi apolítica. Varios detractores de la serie se quedaron con el título (esencialmente negativo desde el lenguaje), pero también vale la pena recordar la sistemática negación de la política como concepto por parte de los creadores, quienes se empeñaron en remarcar que “no era un unitario sobre la política”, sino situado en el mundo político, como si eso hubiera sido simplemente casual y la/s historia/s pudieran haber transcurrido en otros ámbitos, como un hospital, una escuela o el kiosco de la esquina. Es decir, Gasoleros, pero en vez de colectiveros, taxistas o camioneros, punteros, concejales y militantes. Mmmmm. Así como, por ejemplo, Tratame bien no era un simple relato de conflictos familiares, sino además un vehículo que buscaba pensar la institución familiar, el matrimonio, las diferencias generacionales y la práctica psicológica, El puntero indudablemente es sobre la política. Es un programa político, pero que no quiere hacerse cargo, incluso cuando esa negación, ese mirar hacia otro lado, es definitivamente una posición política. Una posición definitivamente negativa, porque el negar vínculos o la existencia de algo, ese intento de anulación, le asigna un carácter definitivamente nocivo.
El puntero lleva esta postura (que es más bien una pose) pesimista y cínica a la narración y la forma, con personajes corruptos, inmorales, sucios, manipuladores, mentirosos, oportunistas, a los que sólo les importa el poder y la guita, que recuerdan al Abuelo Mierda -esa notable creación de Diego Capussoto-, sólo que sin el contenido paródico. Todo es feo en la serie, todas las situaciones representan lo más bajo de la política, descripta básicamente como un nido de corrupción, de transas, aprietes y patoteadas. Y es realmente difícil encontrar rasgos rescatables en los protagonistas, que no hablan sino que gritan; no tienen sexo sino que cojen; y no se relacionan entre sí, sino que a lo sumo colisionan unos con otros.
El éxito de El puntero, como se mencionaba anteriormente, se explica en parte por el sustento crítico que tiene. Es que la crítica de espectáculos de la Argentina, pero en especial la televisiva, se guía básicamente por pautas contenidistas, solamente centradas en la temática o la ideología. Recordemos, por ejemplo, los elogios vertidos a ficciones como Montecristo o Vidas robadas, calificadas como “necesarias” o “actuales”, dejando de lado sus construcciones narrativas o estilísticas. A esta misma crítica alcanza para conquistarla sólo algunos detalles formales. Por caso, El hombre de tu vida, que apenas si se limita a reproducir esquemas ya probados miles de veces en la televisión norteamericana, con el respaldo de una buena realización y actuaciones sólidas (pero no maravillosas, como algunos quieren ver). Por eso no resulta raro que, juntando un tema polémico (aunque parcialmente negado) con un elenco repleto de nombres fuertes y una atmósfera aparentemente realista, se consigan toda clase de alabanzas, del tipo “Julio Chávez, Gabriela Toscano y Luis Luque están estupendos, como siempre” o “la actuación de Rodrigo de la Serna es extraordinaria. ¿Pero saben qué? Los primeros tres están siempre crispados, como si no hubiera otro estado que el estrés. En cuanto al último, lo suyo es realmente malo: exagerado, estereotipado, teatral en el peor sentido del término, con una mueca eterna, una sátira sin gracia del “pibe cabeza”, en la que resulta ser su peor actuación por lejos.
El giro sobre sí mismo del programa, ese regodeo en el vacío, sin una mera proyección para adelante, hace recordar, por oposición, a lo que ha brindado la televisión norteamericana. Dos modelos, para iniciar: The west wing y The wire. Ambas series, desde diferentes estamentos (la primera en las esferas más altas del poder, la segunda abarcando desde las disputas callejeras a los conflictos por cargos municipales o estatales), pensaban la política trascendiendo el modo descriptivo y pesimista, concentrándose más bien en lo que no se debe o sí se debe hacer, lo viable o inviable, lo que se puede o no. Son creaciones que, aún en sus momentos más amargos u oscuros, no abandonaron la posibilidad de un Estado (con todos sus componentes) al servicio de la ciudadanía. Los yanquis sonarán muy idealistas, casi utópicos cuando hablan de “un gobierno para, por y desde el pueblo”, pero esa noción les ha permitido reflexionar de forma positiva y constructiva.
Volviendo al contexto argentino y la cuestión mediática, El puntero sirve no sólo para ver cómo se construye una mirada sobre las clases económicamente pobres que es, estética, cultural e incluso sexualmente pobre, que es transmitida también a esos mismos integrantes de clase (que sólo pueden verse de manera degradada); sino además para los constituyentes de las clases económicas medias o altas, que ven en la pantalla a un otro, algo a lo que hay que temer, algo que merece repulsión, algo de que alejarse.
Lo cierto es que no nos merecemos una ficción que vea a la política de este modo. La televisión argentina, con un notorio retraso en cuanto al tratamiento de los géneros y una bajísima calidad en general, debe todavía esforzarse muchísimo más por respetar a su espectador. Mientras tanto, El puntero no es más que otra falta de respeto.